jueves, 31 de julio de 2008

Palabra de autor

A través de las grandes obras de la literatura me fue dado a entrever el misterio del alma humana, esa región donde sucede lo más sagrado de la vida de toda persona.

ERNESTO SABATO

lunes, 7 de julio de 2008

Fábula del perro hambriento

Érase una vez, y de esto hace ya mucho tiempo de este en el que ahora estamos, un perro que venía desandando un vasto camino, como si lo único que le quedase era eso, caminar, caminar infinitamente hasta el borde de lo desconocido. Este nuestro perro está enjuto de carnes como no se ha visto nunca: la piel se le adhiere a los huesos cual si fuera un parásito enorme bebiéndolo perversamente, quitándole hasta el último rastro de vitalidad, tiene los ojos resecos y hundidos en una caverna indescifrable y, no obstante esta famélica situación, el perro sigue con su ardua caminata en el desierto de su existencia.
El camino está vació, ni un alma se le aparece, y si el perro tuviera sentido del tiempo, sabría ya que no se sabe desde cuándo viene recorriendo la triste senda. Ha visto muchas cosas, muchas formas y aún más colores, pero nada animado que no sea el leve vaivén de algún que otro árbol enhiesto. Cada paso es como una breve muerte, claro que el perro no es consciente de esto: el sólo siente la punzada constante en el vientre, una eternidad de agujas atravesándolo hasta la insensibilidad del hartazgo.
Pero algo le sucederá a este can, del que ya seguramente el lector se ha apiadado, y será algo tan fantástico que decirlo ahora mismo sería echar perder el hilo de tensión que estamos tratando de crear.
El perro camina. Y en su andanza ve de pronto, derruida en el suelo, una masa opaca e informe, para él, claro, que desconoce las humanas creaciones de la orfebrería; sin embargo, para nosotros, que sabemos del tema, se nos presenta claramente como una vieja lámpara de alquitrán, empañada por el oscuro hálito del tiempo. El perro, por pura curiosidad instintiva, comienza a olfatearla y a moverla con el hocico, de todas las formas posibles, tratando de hallar en ella un mínimo de alimento, acaso una ínfimo trozo de pan o una gota de leche, aunque más no sea, que le quite el ardor estomacal que lo viene afligiendo. Y la moverá y frotará hasta que llegue el inaudito momento en que la lámpara comience a vibrar, al principio con contraído estertor, pero luego en un estallido epiléptico que se asemejará mucho una danza.
Pero lo mejor aún está por llegar, que no acaba aquí la historia porque poca gracia tendría en realidad, sino véase lo anodino del detalle que acabamos de narrar. Una lámpara bailarina puede ser muy interesante a priori, pero luego se trastornaría en un completo aburrimiento. No para el perro, claro está, porque él sigue el movimiento de la lámpara con hipnótica vehemencia y ve ahora también un leve humo grisáceo que sale de ella, en volutas fantasmales que poco a poco se van acrecentando como una mole etérea, recortándose en el filo del cielo.
El humo repta verticalmente en el aire y va adquiriendo una forma cada vez más definida que no dudaremos en calificar como de oriental procedencia: un gigante gris con turbante y capa de oro se ha erguido frente al pobre y sorprendido perro, que retrocede como si estuviese viendo al miedo mismo. De pronto, el gigante, comienza a decir con una voz cavernosa «Me has librado de mi humillante prisión, en la cual he estado por mil años. Prometí que a quien lo hiciese le otorgaría un deseo. Pídelo ya», a lo que el perro, con un brillo en los ojos, responde, violentando completamente la naturaleza de este tipo de narración, en las cuales es bien conocido que los animales poseen facultades dialógicas y son capaces de pronunciar frases vivaces y hasta de intelectual sagacidad, responde decíamos, con un insondable silencio.
Un silencio infinito.
Un silencio cortante.
Un silencio doloroso.
El hombre, aunque sería un error llamarlo hombre, porque es en realidad un antiguo genio, comienza a impacientarse frente a la vacua respuesta del perro. Advierte otra vez, esta vez con un poco más de enojo «Dime ya tu deseo» pero el perro sigue en la impávida actitud de no decir nada, porque no puede decir nada, sólo quiere comer algo, y lo traduce secretamente con sus ojos. El genio, entonces, repite por tercera y última vez, con un trueno en la voz «¡Dime tu deseo o todo lo perderás!».
El perro sigue mudo.
El genio, que no se apiada del pobre perro, porque los seres divinos de su naturaleza son ajenos a las relaciones filozoológicas –si se nos permite la invención de este neologismo que viene al caso- entonces se harta de la situación, disolviéndose en una nube de corpúsculos como invisibles, dejando tras de sí un leve humo ceniciento suspenso en el aire, al cual el perro se aproxima para olfatear, hasta que no queda nada de él.
Y entonces sí, una vez superada la magna experiencia, ya no le queda otra opción a nuestro perro que seguir con su camino. Seguir hasta desangrarse.

Moraleja:
Lamentablemente para los perros, sólo los humanos
podemos pedir deseos. Y aún así, a nosotros nunca
se nos aparecen genios dadivosos.