jueves, 14 de febrero de 2008

Juego mortal

En “La tabla de Flandes”, Arturo Pérez-Reverte expone sus mejores dotes como novelista, armando una trama minuciosa que funciona como un lógico sistema de relojería.
Si debiéramos hallar una palabra para definir -al menos en términos generales- a la literatura de Pérez-Reverte (Cartagena, 1951) la palabra que surgiría de modo inevitable sería, sin dudas, enigma. Y eso no es casual, puesto que desde sus primeras obras (El maestro de esgrima, por ejemplo) los enigmas van trazando los caminos por los cuales irá discurriendo la trama de la novela. La tabla de Flandes puede considerarse una exacerbación de esta cualidad: el enigma, aquí, lo es todo (ya desde el mismo comienzo: “Un sobre es un enigma que contiene otros enigmas en su interior” dicen las primeras líneas). Es un paradigma de la novelística revertiana.
Lo que comienza siendo el misterio alrededor de una inscripción secreta en un cuadro flamenco del siglo XV, que conlleva una sorprendente revelación histórica velada bajo una complicada partida de ajedrez, virará luego hacia una serie de asesinatos que extrapolan esa misma partida al mundo real, donde las personas se identifican con piezas y donde los movimientos pueden decidir la vida o muerte de los participantes. Lo que se dice: una compleja maquinaria lógica en la que cada elemento tiene un punto muy particular en el cual encastrar, constituyéndose así la novela como un gran puzzle con precisión de relojería. Las pautas de los asesinatos las irán dando los diabólicos movimientos del vidrioso enemigo, y el ajedrez se yergue como uno de los grandes personajes de la obra.
Si hay algo importante en una novela de enigma, eso es su final, donde todo se relaciona de modo fáctico entre sí. Aquí puede decirse que es perfectamente coherente con el desarrollo de la trama, y también lógico: no hay resoluciones a contrapelo ni finales de absurda sorpresa. Ahora bien, la novela no contiene sólo misterio puesto que además nos ofrece medidas dosis de suspense que, combinadas con el enigma principal, dan forma a la estructura del thriller.
En materia de personajes, hay de todo y Pérez-Reverte no duda en dotarlos de variadas psicologías: Julia, una restauradora artística que oscila entre la niñez y la madurez; César, un anticuario homosexual refinado y de vasta cultura (alter ego de Reverte, podría decirse, exceptuando la condición sexual) que vive casi exclusivamente para cuidar de Julia, en una relación sumamente ambigua; Menchu, una ambiciosa negociante cocainómana; y Muñoz, el parco jugador de ajedrez, una máquina razonadora y analítica que tiene más vida dentro de un tablero que en la realidad.
En La tabla de Flandes se destila el evidente gusto del autor por el sabor de lo clásico: no faltan los datos eruditos, las citas y guiños literarios, las minuciosas descripciones de objetos antiguos y de cuadros. Y tal vez sea eso una de las mejores cualidades de la novelística de Pérez-Reverte: la combinación ideal entre literatura y mercado. El enigma como trama junto a una correcta y trabajada prosa logran hacer obras tremendamente disfrutables, que atrapan desde el principio y no sueltan al lector hasta el final, en una vorágine de lectura difícil de dejar: acaso sea el hechizo que provocan los buenos escritores.

Corazones contaminados

A través de una prosa fluida y sugerente, Javier Marías construye una lúcida novela sobre secretos familiares.
Hay novelas de misterio y novelas sobre secretos. Corazón tan blanco pertenece a éste último grupo, donde la palabra secreto la recorre de principio a fin, siempre siendo eso, el infranqueable arcano que rodea la vida pasada de Ranz, el padre de Juan Ranz, narrador de la novela.
El español Javier Marías (Madrid, 1951) fue el artífice de esta historia. Narrada en primera persona por el recientemente casado Juan Ranz, la novela se despliega ante todo como muy reflexiva, analítica incluso, gracias a las constantes e inteligentes digresiones del narrador que, en la mayoría de los casos, fluyen desde la íntima consciencia del personaje, muy dado a los juegos y combinaciones de palabras, la repetición de fragmentos idénticos en pasajes de distintos capítulos y a las interpretaciones metafísicas de la vida. Es destacable la capacidad de Marías para tomar una idea básica y luego irla dilatando más allá de los parámetros normales, invirtiendo términos, jugando magistralmente con el lenguaje para alcanzar una maximización expresiva que roza los límites de lo ensayístico y aún de lo filosófico.
Pero dijimos que Corazón tan blanco es una novela sobre secretos. Desde su casamiento, Juan tiene el incómodo “presentimiento del desastre” envolviendo su matrimonio, algo lo incomoda pero no sabe qué. Durante su viaje de bodas en Cuba será confundido por una mujer con una persona a la que él no conoce. Luego, escuchará la misteriosa conversación de ésta con un hombre en la habitación de al lado. Luego, el “hombre” aparecerá en Nueva York para reunirse con Berta, la amiga de Juan que lo aloja durante un tiempo mientras él trabaja. A todo eso se suma la intriga que siente Luisa (la esposa de Juan) por las mujeres que han pasado por la vida de Ranz padre (tres en total) y el misterio que rodea la tragedia familiar de la que él fue parte y que se yergue ahora como una sombra sobre Juan. Conversaciones inducidas o no queridas, escuchas furtivas, el hablar y el escuchar se convierten así en pilares en los cuales la historia se erige.
Todo ello constituye la esencia del secreto: cosas que se dicen pero tal vez no deberían decirse, o que se escuchan aunque no debieran escucharse, porque es peligroso escuchar, y compartir secretos es también hacer cómplice al otro al que se le confía, es contaminarlo con nuestro pasado y nuestras penas. Contar es también la única manera de que los hechos ocurridos no se difumen de la memoria, ya que lo que no se dice tampoco existe. El epígrafe que precede a la novela, tomado de Macbeth dice desde un inicio: “I shame to wear a heart so white”, me arrepiento de llevar un corazón tan blanco, lo que podría traducirse en tan puro, y al cual los secretos ajenos vienen a teñir con sus ocres realidades. Realidades que conllevan circunstanciales simetrías entre las diferentes vidas, puesto que Juan no puede evitar verse reflejado en ciertas escenas que no le son propias pero son como si lo fueran, en un juego especular que también tiene algo de perturbador. Por eso a veces es mejor no saber, o como le dice Ranz a su hijo en su fiesta de casamiento: “Sólo te digo una cosa: cuando tengas secretos, o si ya los tienes, no se los cuentes”.