domingo, 16 de marzo de 2008

Las cloacas del poder

En su novela Ensayo sobre la lucidez, José Saramago estampa en clave de thriller político una visión oscura de los engranajes gubernamentales.

Hay escritores que quedarán en la memoria del lector. El portugués José Saramago (Azhinaga, 1922) es un excelente ejemplo de ello. Un autor que con su particular retórica narrativa se encarga de hacernos saber que lo que él hace es ni más ni menos literatura de calidad, esos libros que uno sabe marcarán un antes y un después en la historia de las lecturas.
La novela que nos ocupa, el Ensayo sobre la lucidez (2004), ya misteriosamente atractiva desde el título -porque pretende hacerse pasar por un texto de argumentación (y en el fondo lo es)- es una obra de una calidad insuperable que trata sobre los acontecimientos ocurridos en una ciudad sin nombre, en la cual, el día de las elecciones municipales, la gran mayoría los votantes deciden individualmente ejercer su derecho cívico de una manera desconcertante: todos votan en blanco. A partir de allí, los perversos ejes del gobierno empezarán a activarse porque creen que en la “insurrección” actúa la mano de grupos extremistas desconocidos o agrupaciones anarquistas, capaces de socavar las raíces de una democracia degenerada. Para volver a tener la confianza de los ciudadanos es preciso encontrar culpables. Y si no se hallan, se inventan.
Ésta es la trama a partir de la cual gira la novela, que se engarza a su vez con el otro “ensayo” de Saramago, el Ensayo sobre la ceguera, y si su argumento es ya original, la fase de la escritura no se queda nada atrás. Muy por el contrario: el estilo de José Saramago (presente en todos sus libros: utilización de la primera persona plural, inserción de diálogos sin inclusores previos, indicados sólo a través de mayúsculas, un campo léxico amplísimo) se presenta aquí en todo su esplendor. La capacidad lingüística del autor portugués es abrumadora, y acompaña el sentido del título: un ensayo es un texto de carácter argumentativo que se caracteriza por su precisión verbal, y Saramago es sumamente preciso en la utilización de los vocablos. De hecho, esto es dicho en la novela por un personaje: “Veo que valora la precisión lingüística”. Pero este uso del lenguaje no va en desmedro de las facetas poéticas propias de todo texto ficcional, sino al revés: la precisión se suma al lenguaje figurado conformando estupendas frases de exquisito sabor literario,con cierta resonancia barroca gracias a las estructuras de las oraciones.
El nivel narrativo de Saramago se completa con un estilo que no decae en ningún momento de la novela, y que se mantiene desde la primera hasta la última página, acompañado por un tono del narrador que oscila entre el honesto cinismo y el ácido sarcasmo, lo cual nos arrancará más de una sonrisa.
Por si fuera poco, a esta historia con un fondo de suspense se suma la variedad de lecturas posibles de hacer: vemos allí temas como el ejercicio de la tiranía gubernamental, la censura y la tergiversación informativa, la dominación ideológica que ejerce el Estado, pero también podemos percibir que las personas no son simples marionetas conducidas por el titiritero del poder, sino individuos lúcidos que con sus decisiones pueden cambiar las circunstancias, al menos de modo parcial. Porque el final, algo desesperanzador, nos dice que gana quien tiene el poder.
En fin, Saramago es de esos escritores ya universales. Libros que capturan al lector y no lo sueltan, con tramas elaboradas y una escritura de fino trabajo artesanal son algunos de los factores que harán de nuestras lecturas momentos inolvidables.

Realidad de la literatura

Si los filósofos idealistas tuvieran razón, y por ende la teoría solipsista que reduce la existencia de los entes externos a lo que demarca la percepción humana, no teniendo aquella entonces autonomía per se, cabe la hipótesis de que la realidad ficcional presente en las obras literarias tuviera una existencia paralela la “realidad” empírica, porque proyectamos en la ficción determinadas imágenes esenciales que le otorgan dicha existencia. Dicho de otro modo: la realidad literaria es la forma más acabada de realidad idealista. Y, agregamos nosotros, la mar de las veces preferible a la que vivimos.

La venganza como juego

John Katzenbach traza en El psicoanalista un intenso thriller donde las realidades se trastocan, y nada es lo que parece.

Cuando uno se adentra en determinados círculos literarios, siempre supone que puede correr riesgos. Y acaso el círculo que circunscribe a los best-seller sea el que más sospechas genere. Temeroso de que lo que le prometen las ampulosas portadas, las vastas campañas publicitarias y los no menos atractivos títulos no se concrete en el plano de la lectura, a veces nos acercamos a dichos libros con prejuicios y falsas expectativas. John Katzenbach sea tal vez una excepción en este ámbito.
Para empezar, hay que hablar sobre el título que, como puede verse claramente no trata de conspiraciones teosóficas ni antiquísimos secretos milenarios. Todo lo contrario: apunta a pasar casi desapercibido, tan solo así El psicoanalista. Esta aparente sencillez externa, que se encarga de focalizarnos en lo que representará la figura principal de la novela, viene a desestabilizarle en el cuerpo del texto, presentando una intrincada historia que no es sino la batalla individual de un hombre por salvar su vida.
Frederick Starks es un ordinario psicoanalista de Nueva York en el que el tiempo fluye con una abrumadora rutina. Su tranquila vida profesional vendrá a destrozarse cuando una extraña carta amenazante le llegue a su consultorio. Esa carta será el punto de partida de lo que será un macabro juego entre el misterioso señor R y él, en el cual Ricky deberá descubrir la identidad de su enemigo al cabo de dos semanas. Si no lo logra tendrá que suicidarse o cargar con la culpa de que un familiar muera a manos de R. Nada de lo que Ricky conocía mantendrá su statu quo y una hostil realidad se abalanzará sobre el doctor Starks con una vehemencia atroz, llevándolo a tomar decisiones extremas y de las que nunca se supuso capaz.

John Katzenbach sabe como escribir un thriller. La novela tiene mucha acción, mucho movimiento y también mucho suspense. Pero el autor no se queda solamente con lo superficial, porque El psicoanalista sirve para reflexionar sobre una serie de cuestiones, de la cuál la principal es «¿Qué harías para conservar tu vida?» La novela no es sino eso: una frenética carrera para sobrevivir, a pesar de que en el camino haya que abandonar muchas cosas: incluso la personalidad que uno intentó llevar durante años. Pese a que estructuralmente la novela se divide en tres partes, argumentalmente podemos separarla en dos secuencias bien diferenciadas, a partir de un punto pivote que demarcará el paso de Ricky Starks de victima a victimario y que es la decisión del doctor de “suicidarse”. Si durante la primera parte Ricky debió aceptar de manera sumisa y fatal el macabro juego del señor R, a partir de la segunda los papeles se invertirán completamente. Esto es importante, porque abandonar una vida supone crear otra, con la paralela necesidad de tener que crearse, asimismo, una nueva personalidad. Es un juego paradojal: un psicoanalista, que durante su carrera se encarga de resolver los conflictos de personalidad de sus pacientes, se ve obligado a tener que ser otra persona, hasta el punto de que la nueva vida sea mucho más cercana a lo que en verdad Ricky Starks quiso alguna vez querer ser. Y contra la tendencia general de los best-seller que suelen focalizar más en las acciones que en los personajes, El psicoanalista es, en gran parte, extrañamente introspectivo, porque intenta penetrar en la profundidad psicológica de Ricky Starks y de todos los cambios que ha de sufrir.
La venganza es uno de los temas importantes que ronda en el libro. Es el móvil del señor R para destruir a Ricky y a todos los que alguna vez no ayudaron a su depresiva madre. Esta venganza revelará también lo frágil que es la apacible realidad en la que estamos embebidos, y cómo, de modo muy sencillo, puede derrumbarse imprevistamente.

Pasando ahora a lo que es la forma, el estilo de Katzenbach, hay que decirlo, es una prosa algo modesta que por momentos adquiere matices de interesante tono poético, con algunas representaciones metafóricas más que respetables. El best-seller, se sabe, prefiere el argumento a la escritura. Katzenbach empareja un poco estas dos variables.
Acción, suspenso, misterio, un final más que interesante para una historia interesante son los elementos que componen a El psicoanalista, a cuyo autor debemos tener en cuenta si buscamos entretenernos con un buen best-seller.

lunes, 10 de marzo de 2008

Palabra de autor

... Un dessein si funeste, S'il n'est digne d'Atrée, est digne de Thyeste.
Atreo, Crébillon (Citado por E. A Poe en La carta robada).

viernes, 7 de marzo de 2008

Haikus

El haiku es una forma de poesía tradicional procedente de las orientales tierras del Japón. Su estructura es muy sencilla: consta tan sólo de tres versos, el primero de los cuales debe poseer cinco sílabas; el segundo, siete; y el último cinco sílabas nuevamente. Es una poesía que se caracteriza por la síntesis, ya que el reducido espacio poético obliga a decir mucho con pocas palabras, lo que genera una concentración expresiva; y que resulta también en reflexiones poéticas rayantes en lo filosófico.

A continuación, van lo tímidos intentos de haikus de quien escribe:

El hombre bebe,
interminablemente,
su pus amoral.


Tienes la vida
no la desperdicies mal
como yo: muerto.


Observa el cielo
aprende de él algo:
ser infinito.


Habla contigo;
descubrirás lo mejor:
eres único.


Más allá del sol
verás la ocre verdad:
somos ínfimos.

Los libros arden mal

En Fahrenheit 451, Ray Bradbury traza una poética reflexión, en clave de sci-fi, sobre la relación entre los humanos y los libros.
Antes que nada, este artículo, como el lector ya habrá previsto, no es sobre la novela del escritor español Manuel Rivas, pero el título de ésta es una frase que perfectamente pudo haber dicho Guy Montag, el protagonista de la afamada obra del norteamericano Ray Bradbury, Fahrenheit 451.
Guy Montag es un bombero, y su misión no es precisamente apagar incendios. Todo lo contrario: es generarlos. Su finalidad no es otra que quemar libros, puesto que en la sociedad conformista en la cual habita, los libros están prohibidos, debido a que son origen de discordia y sufrimiento. Por eso hay que eliminarlos. Sin embargo, Guy no tardará en advertir que los libros son capaces de guardar cosas maravillosas, como los versos. Y a partir de allí se convertirá en un rebelde.
Hablar de Fahrenheit 451 es hablar de muchas cosas a la vez. Es hablar de los perversos mecanismos de la censura, es hablar del amor por los libros, es hablar también del progresivo conformismo que va infectando a nuestras sociedades posmodernas. Todo eso da una idea general de lo que trata la obra de Bradbury, una novela de ciencia ficción (aquí me permitiré entrecomillar esta afirmación, porque el roce es tangencial: sólo el contexto es futurista, pero no es la típica cientifiction donde abundan las referencias propias del género, por más que haya un robot y autos transformables) que nos permite reflexionar hacia dónde nos encaminamos, porque las proféticas visiones del autor no podrían ser más acertadas en el mundo de hoy en día: autos de velocidad inaudita, enormes pantallas de televisión interactivas, pequeños “caracoles” que una vez insertados en los oídos permiten oír estaciones de radio, guerras relámpago con bombas que destruyen una ciudad en segundos, la creciente deshumanización de las sociedades. Y nada de libros. Porque los libros son “malos” y no hablan de nada, pues sólo dicen incoherencias. En suma, un mundo superficial que disfruta sólo de los efímeros instantes, del momento. Aunque, claro, siempre quedarán sujetos con espíritu romántico, como Montag, que indagarán en el cosmos que subyace debajo de lo que nos muestran, que cuestionarán el orden hegemónico y se lanzarán en una quijotesca cruzada por cambiar las cosas.
El estilo de Bradbury, al menos como lo veo, es decididamente ajeno al que flota sobre el de la ciencia-ficción en general, un género que, salvo casos excepcionales, no se caracteriza por ser demasiado “literario”. Bradbury es una de esas excepciones: su narración es abrumadoramente metafórica, con combinaciones verbales audaces; y por momentos, la técnica narrativa se convierte en desconcertante, sobre todo cuando intenta transmitirnos la angustia y confusión de los personajes. Es interesante además, la paulatina transformación psicológica de Montag, que primero disfruta quemando libros, y luego descubre que en realidad es una aberración, en medio de un entorno que no lo acompaña porque no es capaz de comprender el pensamiento de Guy.
La prosa que Bradbury es desalentadora y opresiva, acompaña perfectamente la sensación de soledad en un mundo trastocado, y la melancolía narrativa se traduce en una depresión perceptible, palpable.
En fin, Fahrenheit 451 constituye una estupenda novela que entretiene y obliga a reflexionar al mismo tiempo. Después de todo, eso la hace perdurable y clásica.