lunes, 19 de octubre de 2009

Náusea

Los objetos son, necesariamente, conforman una existencia-en-sí, su presencia en el mundo es autónoma, si se quiere, incluso pese a ellos. En los seres con consciencia el problema de la existencia es doble: existen, porque están, pero para llegar a ser necesitan justificar dicha existencia, necesitan anclar su eje existencial. De no ser así, el existente no es, en el sentido de que algo le falta para ser. Se existe sin ser. Esa falta, ese vacío, es ausencia, incomodidad. Es la náusea.

martes, 25 de agosto de 2009

El origen de la locura

Creo que una de las cualidades de Stephen King es hacer trasmutar las condiciones naturales de una persona y convertirlas en horror puro. Digamos: es una de sus facetas, donde el miedo no proviene, a priori, de lo sobrenatural, sino de la manifestación terrible de fuerzas humanas. En esta, llamémosle, mitología de lo cotidiano, se inscribe uno de los procedimientos preferidos del escritor: hacer surgir, sin aparente motivo, la locura de sus personajes. El resplandor no es sino una muestra de este hecho. ¿Qué puede haber de abominable en un escritor que se va, junto a su familia, a un hotel para poder escribir tranquilo? En principio, nada, pero las cosas cambian cuando descubrimos que ese hotel funciona como una entidad psíquica, objeto concentrador de las presiones subjetivas que nuestro personaje, Jack, hace bullir (e intenta reprimir) en el interior de su mente. Entonces, el ambiente opera silenciosamente sobre el sujeto, más aún: sobre su consciencia; proyecta luego esa fuerza yoica y la corporiza en el exterior de la persona. O sea: la consciencia del sujeto queda fuera del mismo, el sujeto, ergo, queda fuera de sí: se pierde, se enajena. Y al liberarse de esa represión, puede entrar en el terreno siniestro de lo amoral: cuando no hay barreras que delimiten el ello, las pulsiones más bajas del ser humano pueden concretarse con espantosa libertad.

lunes, 10 de agosto de 2009

MEMENTO: parte II

El cuerpo de la escritura.
Cuando uno ve la relación que Leonard tiene con la realidad, nota de inmediato que roza continuamente la duda. Dada su condición, el hecho de no poder anclar informaciones nuevas en su mente se transfigura en una suspicacia constante. El mundo es peligrosamente novedoso a cada instante, y esto desequilibra los supuestos de lo real. No es tanto el hecho de que no pueda recordar, sino que no pueda adquirir recuerdos. Cada dato queda como flotando, etéreo, en el cerebro de Lenny, y no hace falta más que una brisa de tiempo para que se borre por completo. Por eso resulta tan desesperante la escena en la cual Catherine lo injuria y vapulea impunemente, habiendo robado antes todos los bolígrafos de nuestro personaje. Sabe que si espera unos minutos, él no sabrá lo que ha sucedido. Y aquí se presenta el hecho que merece nuestra especial atención: Leonard debe suplir el soporte físico de los recuerdos. Si su cerebro es obsoleto en un sentido, tiene que recurrir a la otra memoria: la escrita. ¿Y no es, acaso, Memento una defensa simbólica del texto escrito?
Leonard tiene que confiar en la escritura, necesita tener algo que lo una a la realidad, y corporiza esta relación significativamente: escribe sobre su propio cuerpo los datos a los que ha de recurrir. El cuerpo se convierte, así, en un complejo semiótico: es el soporte dinámico de la memoria. En este sentido, Memento encarna el opuesto perfecto de la tesis platónica. Recordemos que Platón desconfiaba de la escritura por el mismo hecho que Leonard desconfía de sus facultades mentales: porque al reemplazar uno por otro, se corre el riego de abandonarse al olvido. Platón sostenía que escribir derivaba en que el hombre perdiese su memoria. En el reverso de esta idea, Leonard sabe que si no escribe, los datos se esfumarán. De esto nos habla Memento: la escritura es una salvación.

jueves, 30 de julio de 2009

MEMENTO: parte I

Viendo esta interesante y muy bien lograda película de Christopher Nolan se me han abierto dos módulos de análisis interpretativo. El primero de ellos ha dado lugar a este artículo, en el que abordaremos el tratamiento formal del film. El otro núcleo será objeto de un artículo siguiente.
La trama del film es la que sigue: Leonard quiere vengar la violación y muerte de su esposa, para ello emprende una odisea investigativa, cuyo principal obstáculo es él mismo. Una rara afección cerebral, producto de un accidente, hace que Leonard tenga atrofiada su memoria a corto plazo: en resumen, no puede retener en su mente nuevos recuerdos. Ahora bien, lo que hay de destacable en la película, lo que le da su marca distintiva es que comienza, literalmente, por el fin y de a saltos, llegará hasta el inicio de la historia. Esta aparente discordancia entre fondo y forma no es un caprichoso deseo superficial de querer aparentar modernidad o virtuosismo (que lo tiene). Nolan quiebra todo pre-supuesto narrativo, toda arquitectura prefabricada con un propósito muy definido: hacer de la forma la justificación metafórica del tema de su película. Nos explicamos: Leonard no puede recordar. Esta palabra, recuerdo, es fundamental (advertida ya desde el mismo título de la obra) porque intervendrá semióticamente en el montaje narrativo. Nolan no hace más que trasportar la operación de recordar al plano visual: si recordar es un ir hacia atrás, entonces el film debe demostrar ese mismo retroceso. Los recuerdos son secuencias de datos (las mismas que la película muestra) a los cuales accedemos para revivirlos cronológicamente. Es retroceder para volver a avanzar. Así, el núcleo temático de la historia se sostiene (y se significa), no solo a sí mismo, sino también y principalmente, a nivel formal.

La angustiante asfixia de existir

¿Puede haber algo peor que sentirse acorralado por la existencia? Esa es, después de todo, la tesis de La náusea, novela en la cual su personaje descubre, abrupta y repugnantemente, que él es un existente más dentro de un cúmulo ilimitado de existentes. Roquentin sabe que existe, que es, y la realidad se encarga de hacérselo saber, pero asimismo se le revela la alteridad de esa existencia: puede ser, puede no ser, al mundo lo mismo le da. Esa contingencia del ser-existente, nos arroja hacia una exterioridad que no elegimos, pero que debemos vivir obligadamente. Por eso mismo, Roquentin necesita justificar su desgastada existencia, porque no-hacer es seguir hundiéndose en la existencia asfixiante de los demás: es estar de más. Aquí, en uno de los pasajes primordiales del texto, la escritura de Sartre se trastorna para dar cuenta de la complejidad de la epifanía que Roquentin, sentado debajo de un árbol, siente. En esa vorágine verbal, confusa, filosófica, es donde las cosas adquieren un sentido: se entienden, pero, al mismo tiempo, son insalvables. La náusea que acecha a Roquentin no es sino la metáfora de su condición de existente-vacío. Él mismo es la náusea, porque él es el centro de su rechazo existencial.

jueves, 23 de julio de 2009

Las voces del pueblo

Que Saramago, escritor delicioso si los hay, siempre opta en sus novelas por la mirada de los que no tienen poder (o que tienen un tipo de poder que no es político o religioso) no es ninguna novedad. Menos evidente, o acaso menos mencionado, es el hecho de que su perspectiva está puesta de lleno en esa identificación. Tanto que los ritmos y el registro utilizados por el portugués siempre se corresponden con los tonos del habla popular. Hay en sus textos una resonancia oral, de corte coloquial, pero no por ello poco literaria. Al contrario, esa concentración textual puede sólo ser escrita, la escritura está en su base: que adopte la retórica popular es otra cosa. Memorial del convento es un buen ejemplo de ello. A través de la escritura, se da cuenta de la idiosincrasia del, llamémosle así, vulgo: una mirada contemplativa pero también crítica. La ironía, sin la cual sería impensable la prosa de Saramago, se despliega haciendo uso de las voces del habla popular. Saramago no observa a sus personajes como lo haría un dios, ajeno a sus asuntos: lo hace desde allí, desde donde ellos están, a la par. Y lo hace, también, desde el lenguaje, acaso único instrumento viable para interpretar lo real, porque ¿cómo entender al pueblo portugués (o a cualquier otro), sino es desde el seno desde dónde surge?

lunes, 8 de junio de 2009

Voces para un condenado

La lectura de La familia de Pascual Duarte revela una cadencia, un tono. Dicha respiración, repleta de fórmulas y giros orales, responde a una trasposición literaria del habla provinciana española. Cuando uno conversa con la novela, ese tratamiento familiar del lenguaje nos transporta hasta otra de las grandes obras de la prosa castellana: el Quijote. Pero ese no es el punto a tratar aquí. Lo que sorprende es que Pascual Duarte, personaje iletrado en el sentido tradicional del término, ve su voz narrativa invadida por otras múltiples voces, resonancias de un eco popular: Pascual escribe a través de lo que conoce mejor: el registro oral de su pueblo. De ahí la profusa presencia de refranes y dichos, y, justamente dentro de estas voces ajenas y apropiadas a la vez, es donde la voz propia se diluye y pierde. ¿A qué puede corresponder esta desaparición? Metafóricamente, podríamos arriesgar la siguiente respuesta: la escritura de Pascual Duarte es la representación textual de su condición como persona: perdido y olvidado entre la masa humana, intenta dar cuenta de sí mediante sus memorias.

lunes, 1 de junio de 2009

El espejo del recuerdo

Carlos Fuentes ha escrito en La muerte de Artemio Cruz, la transición de la memoria. Este concepto no sólo es el tema de la novela, sino que, a través de él, la trama construye su estructura formal. ¿Y por qué? ¿Qué hace de la memoria un factor tan importante? La respuesta es sencilla: la memoria es un espejo en el que podemos vernos a través del tiempo. Artemio Cruz está postrado, doliente, en una cama, es víctima de una enfermedad humillante: su cuerpo es su condena. ¿Cómo salirse se ese realidad frustrada y degradante? ¿Cómo retomar, reconquistar, los pretéritos tiempos de gloria, de éxito, de triunfo? La única arma disponible de Artemio es su mente, la subjetividad de su pensamiento, que no ha sido avasallado por la vejez. A través del recuerdo, podrá remontarse en la anacronía desordenada de sus días, para revivir, aunque sea allí, en los dominios recónditos de su mente, los hechos que significaron su vida. Progresivamente, la memoria irá trasmutando hasta el instante de la muerte que, en definitiva, es el último olvido y cristalizará en la escena donde, de un modo paralelo, Artemio Cruz nace y muere a un solo tiempo.

viernes, 24 de abril de 2009

Palabra de autor

El camino verdadero pasa por una cuerda, que no está extendida en alto sino sobre el suelo. Parece preparada más para hacer tropezar que para que se siga su rumbo.

A partir de cierto punto no hay retorno. Ese es el punto que hay que alcanzar.

El deber escolar eres tú. No se ve un alumno por ninguna parte.

Los cuervos afirman que un solo cuervo podría destruir los cielos.
Incuestionable es la cosa, pero no prueba nada contra el cielo, porque cielo significa precisamente la imposibilidad de los cuervos.

Por fortuna, la incoherencia del mundo parece ser de índole solamente cuantitativa.

Procura cooperar con el mundo en la lucha entre ti y el mundo.

Indivisible es la verdad. Por lo que no puede reconocerse por sí misma; para reconocerla hay que ser mentira.

¿Hay algo que puedas conocer que no sea ilusión? Si una ilusión se disipara no debes mirar o te convertirías en estatua de sal.

No es necesario que salgas de casa. Quédate a tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, espera solamente. Ni siquiera esperes, quédate solo y en silencio. El mundo llegará a ti para hacerse desenmascarar, no puede dejar de hacerlo, se prosternará extático a tus pies.
Kafka, Consideraciones acerca del pecado.

jueves, 26 de marzo de 2009

Formas del apetito

Yo creo que hay dos momentos, en la novela de Juan José Saer El entenado, que están conectados por una relación, por así llamarle, tácita, que no está explicitada pero flota implícitamente. Primero, encontramos el opulento y antropofágico banquete de los indios, que devoran con ansia pero también con un cierto halo de vergüenza el humano alimento. Luego, la orgía bacanal y desbocada que esos mismos indios concretan, abandonándose, arrastrados por una fuerza desconocida, a un placer sin forma y plural, igual a la carne que se cocina en las parrillas. ¿Qué hecho enlaza estas dos escenas excesivas? Me parece que hay un concepto que funciona como conexión: el apetito. Más aún, el apetito por la carne. Si primero los indios comen, ávidos, carne humana, después se ven abrasados por la fiebre hambrienta de la cópula, otra forma de apetito carnal. Este adjetivo, carnal, se despliega, así, en un doble sentido semántico: el, por llamarle de alguna manera, gastronómico o relativo a la comida, y el sexual. El correlato, entonces, se concreta en un nivel formal: son dos maneras diferentes de ejecutar el mismo hecho, que no es otro que saciar el apetito. Todavía más: el convite inicial anticipa la orgía posterior y, de algún modo, la resignifica en una relación catafórica. El apetito se convierte, pues, en una fuerza sin nombre, un dios secreto que exige su culto, irrefrenable, que llama desde su centro amorfo al periódico ritual de la carne, donde no existe el recato o la escrupulosidad que son características de quienes lo ejecutan: el apetito no es otra cosa que la metáfora de la autodestrucción y la decadencia.

jueves, 19 de marzo de 2009

La escritura es la conciencia

Si lo narrado en la novela de José Pablo Feinmann, La astucia de la razón, es la progresiva descomposición del sujeto conciente, la paulatina pero asimismo irrefrenable desintegración de la conciencia de Pablo Epstein, su escritura, su cuerpo verbal, debe darnos algún indicio de este proceso. Basta sólo con verlo: el narrador innominado de la novela, va desplegando su relato en extensas frases que, en vez de progresar (en vez de simular la progresiva desintegración de Epstein) se repliegan sobre, y en sí, mismas. Son oraciones que, enfáticamente, obsesivamente, compulsivamente, vuelven una y otra vez sobre lo mismo, se contraen hacia adentro, en una búsqueda endocéntrica. Las páginas pasan y pasan, se suceden una tras otras y las cosas que ocurren son muy pocas: cuatro amigos hablando sobre filosofía a la orilla del mar y las repetitivas sesiones de terapia de Pablo. La digresión, discursiva, literaria, filosófica, es llevada al máximo, las frases se dilatan pero en una continua reproducción circular, frases que, como la famosa serpiente ouróbora, se muerden la cola, se ciñen a lo que ya ha sido dicho para intentar solidificar o dilatar, al menos, eso mismo que se está desintegrando. En pocas palabras: la escritura, el estilo de La astucia de la razón, va a contramano de su temática, no para negarla, sino para evitarla.

viernes, 6 de marzo de 2009

Bolaño

¿De qué, entre muchas cosas, nos habla la voluminosa 2666? Del infierno. Más aún, del infierno aquí, en la tierra, como si la malevolencia infinita, la crueldad abominable, hubiese aflorado con su ominoso relente en la desgraciada ciudad de Santa Teresa. Santa Teresa que, con su tierra anegada de cadáveres, es el punto de unión, de contacto, de todas las múltiples historias que cruzan 2666. El que el lugar esté rodeado de desierto, de una yerma esencialidad, es un indicio topográfico de que el averno es real, ostensible. ¿Cómo transmitir esa sensación? Mediante una medida frialdad. La fluida voz narrativa de Bolaño debe ser distante, naturalmente objetiva, aunque familiar, con el universo que describe, debe optar por la sapiente lejanía del forense que realiza una autopsia, la realidad ficcional es un objeto de estudio: demasiada cercanía o identificación nos haría caer en las manipuladoras y efectistas facilidades de la sensiblería. El infierno debe ser visto desde lejos, la vorágine mortal debe ser analizada racionalmente, aunque no sea entendida. Una cosa no implica necesariamente la otra, porque el mal no puede ser comprendido. Por eso el judicial Márquez, ante la malévola y anónima presencia fantasmática que ahoga a la ciudad, le dice al periodista Sergio González que no le intente buscar una explicación lógica a los terribles feminicidios. Por eso Márquez dice, sin esperanza: “Esto es una mierda, ésa es la única explicación”

¿Qué es amor?

Amor es un anagrama de Roma.

viernes, 20 de febrero de 2009

Piglia: Callar lo que se narra

Respiración artificial es una gran novela, por muchas razones. Por su estilo, por su lenguaje, universal y argentino al mismo tiempo, por su técnica narrativa, por su delicioso desarrollo y lúcidas digresiones. Ahora bien, hay un enigma medular dentro de esta obra qué de ningún modo, jamás, se resuelve. Renzi, y con él nosotros, quiere conocer a su tío. Y el tío es, precisamente, el único personaje ausente de la novela, cuya presencia flota en el ambiente pero nunca se cristaliza. ¿Cómo resuelve el problema Piglia? Mediante la expansión amplificada del relato y la licuefacción de la historia. La multiplicidad y transposición de narradores, la masa verbal, el mar de palabras, en resumen, la superficie del texto se encarga de silenciar lo que se cuenta. Nos desvía hacia otras zonas del relato tangenciales que se tornan centrales para disimular lo que se nos debería estar contando. Los personajes hablan, discuten sobre literatura, para evitar, para sortear el compromiso de hablar acerca de la misteriosa persona, porque como dice Tardewski “(…) si hemos hablado tanto, si hemos hablado toda la noche, fue para no hablar, o sea, para no decir nada sobre él, sobre el Profesor”. El texto es, entonces, una metáfora de la ausencia.

jueves, 12 de febrero de 2009

Camus

He estado leyendo El extranjero. Una novela terrible, en el sentido moral de la palabra. Ahí, en sus páginas, no hay más que frialdades absolutas, ahí las emociones se difuman en el océano impasible de la indiferencia (me tomado el trabajo de contar cuántas veces aparece la palabra indiferente: nueve, en total, lo cual es bastante para un vocablo de tal índole y una obra relativamente breve). Camus crea en Meursault un narrador que, a través de su apática y sincrética primera persona (mediante una prosa poética y rica, fuertemente expresionista), nos transmite la neutralización total de los sentimientos, ninguna emoción es, entonces, posible: ni hacia su madre muerta, ni hacia María o hacia sus compañeros. El universo algo distante y opaco de El extranjero plantea una realidad en la que no se puede ser feliz, pues todo se reduce a la habituación y a un superficial contento. Aquí, como en La tierra baldía, de Eliot, las relaciones interpersonales son estériles, se han anulado porque nos hay sentimientos que las conecten.

Kafka

Hay que cuidarse de la aparente, vidriosa, sencillez de la prosa kafkiana, de su despojamiento, de su distanciada frialdad. Su estilo es, prácticamente, no tener estilo, no dejar marcas textuales que puedan revelar una individualidad. Kafka apunta a neutralizar el lenguaje, a manipular las palabras de manera inorgánica. Y nada hay de inocente en ello, porque todo texto crea su sentido, también, en base a la forma. La máquina formal de Kafka remite a un universo impersonal, objetivo, alejado, casi como si el narrador fuera un diseccionador de lo humano, un anatomista de la realidad, un ente externo que observa el absurdo y escribe su informe de la situación. Informe, ente, objetividad, absurdo: cuatro términos que, conjugados entre sí, nos revelan que la prosa de Kafka es la prosa anónima de lo que supera al individuo. La prosa burocrática y cristalina cuya transparencia da cuenta de la absurdidad del mundo, a través de la cual todo se pospone hacia el infinito, a través de la cual el hombre es incapaz de comprender los hechos que lo rodean. Delante, entonces, en la superficie, el texto, la masa de palabras. Detrás, en lo profundo, la conciencia innominada y omnisciente de lo plural e innominado.

martes, 13 de enero de 2009

Una visión de la muerte

Está, por decirlo así, ahí, exactamente frente a él, erguida en una ostensible, comprobable facticidad que, sin embargo, puede, o no, ser también un engaño, ha encarnado, de pronto, en el liviano cuerpo que, se presupone, es la esencia del umbroso país del que, por acción de algún arte secreto, ha venido para estar justo frente a él y, por ahora, en este instante, de eso estamos seguros, ante nadie más. Con objetividad, no puede decirse que sea hombre o mujer: la decadente mirada ha sido borrada por la eternidad; el rostro, enjuto, con la piel como adherida a la osificada faz, demuestra una gravedad andrógina, cuya clasificación genérica está por fuera de toda taxonomía y, acaso, eso convenga, por su teatralidad, a la seriedad de la escena que estamos viendo. El vestido, o traje, o abstracta vestimenta, según como queramos llamarlo, de acuerdo a la indescifrable cualidad que antes mencionamos, se eleva como flotando en un hálito imposible, es arremetido por un denso, calamitoso viento oracular que, sumado a la característica de vaporosa naturaleza que posee la prenda, la hace danzar estáticamente en un arremolinamiento general. Sobre la cabeza, cubriendo parte de la frente, un retazo de tela que le otorga un aura de compleja oscuridad. En la mano izquierda, cayendo hacia el suelo, si es que hay un suelo hacia el cual caer, o proyectándose, más bien, una hoz milenaria, segmentada luna de plata, se extiende como una orgánica prolongación de su ser, herramienta de trabajo fatal, lacerante cuchillo de la vida, alterador del orden vital que fue, o será, usado para, con toda la frialdad que le corresponde, segar el hilo de la existencia. Él la mira, o lo mira, y ella o él está mirándolo a él, pero como perdidamente y de modo oblicuo, con los ojos sumidos en una vaguedad abisal y abominable, un hundimiento cavernoso que viene como a simbolizar la nada, o el todo, depende de cómo se lo interprete. Él la mira, o lo mira, y de pronto la imagen lo subyuga, la tensa quietud del ser se dilata en una perturbadora concreción que altera, o modifica, el sentido del mundo, porque una cosa es imaginarla, o imaginarlo, haciendo un ponderado y legítimo uso de la creatividad y la imaginación, diseñando mentalmente la representación que le dé vida, de alguna u otra manera, pero ahora nada hay que hacer, porque ella, o él, está ahí, expectante, como esperando, lejano e indeterminado, el sonido del tiempo que acaso nunca llegará. Él la mira, o lo mira, y trata de entenderla, o entenderlo, según se ha dicho. No lo logra, pues ella, o él, está más allá de cualquier entendimiento humano, está plus ultra de cualquier aprehensión interpretativa, a pesar de que es, en apariencia, humana su esencia, o sustancia, de acuerdo a una postura, si se quiere, aristotélica, y humana su forma, notable paridad ésta entre forma y fondo, que, sin embargo, se aniquila cuando conocemos, o pretendemos conocer, su ultraterrena naturaleza. Decir ultraterrena es entrar en el universo de lo puramente especulativo, de lo escatológico -y, entiéndase bien, este concepto lo utilizamos según la vertiente griega que significa estudio de lo último- o si se prefiere, es salir, eso depende de la perspectiva, del campo de lo real, que ni siquiera sabemos bien qué constituye. De todas maneras, sí sabemos qué no es, que no pertenece, a este mundo, sino a cualquier otro de los que componen esta estructura infinita y multifacética que llamamos universo. Lo importante, sin embargo, es que está frente a él, que lo mira, aunque sea lateralmente, y que, sea lo que sea, es maravilloso y terrible al mismo tiempo, como un secreto milagro atroz. No se mueve, no puede moverse. Ella, o él, está ahí, de modo muy estático, en la incontrovertible parálisis del tiempo. Está, ella o él, ahí, en la quietud del papel. Él, con pesada convicción, cierra el antiguo libro, y las páginas, oxidadas por los años, se clausuran sobre si mismas con un tosco, sordo, quejido seco.
Mañana, si tiene tiempo, volverá a echarle otra mirada al grabado.