jueves, 26 de marzo de 2009

Formas del apetito

Yo creo que hay dos momentos, en la novela de Juan José Saer El entenado, que están conectados por una relación, por así llamarle, tácita, que no está explicitada pero flota implícitamente. Primero, encontramos el opulento y antropofágico banquete de los indios, que devoran con ansia pero también con un cierto halo de vergüenza el humano alimento. Luego, la orgía bacanal y desbocada que esos mismos indios concretan, abandonándose, arrastrados por una fuerza desconocida, a un placer sin forma y plural, igual a la carne que se cocina en las parrillas. ¿Qué hecho enlaza estas dos escenas excesivas? Me parece que hay un concepto que funciona como conexión: el apetito. Más aún, el apetito por la carne. Si primero los indios comen, ávidos, carne humana, después se ven abrasados por la fiebre hambrienta de la cópula, otra forma de apetito carnal. Este adjetivo, carnal, se despliega, así, en un doble sentido semántico: el, por llamarle de alguna manera, gastronómico o relativo a la comida, y el sexual. El correlato, entonces, se concreta en un nivel formal: son dos maneras diferentes de ejecutar el mismo hecho, que no es otro que saciar el apetito. Todavía más: el convite inicial anticipa la orgía posterior y, de algún modo, la resignifica en una relación catafórica. El apetito se convierte, pues, en una fuerza sin nombre, un dios secreto que exige su culto, irrefrenable, que llama desde su centro amorfo al periódico ritual de la carne, donde no existe el recato o la escrupulosidad que son características de quienes lo ejecutan: el apetito no es otra cosa que la metáfora de la autodestrucción y la decadencia.

jueves, 19 de marzo de 2009

La escritura es la conciencia

Si lo narrado en la novela de José Pablo Feinmann, La astucia de la razón, es la progresiva descomposición del sujeto conciente, la paulatina pero asimismo irrefrenable desintegración de la conciencia de Pablo Epstein, su escritura, su cuerpo verbal, debe darnos algún indicio de este proceso. Basta sólo con verlo: el narrador innominado de la novela, va desplegando su relato en extensas frases que, en vez de progresar (en vez de simular la progresiva desintegración de Epstein) se repliegan sobre, y en sí, mismas. Son oraciones que, enfáticamente, obsesivamente, compulsivamente, vuelven una y otra vez sobre lo mismo, se contraen hacia adentro, en una búsqueda endocéntrica. Las páginas pasan y pasan, se suceden una tras otras y las cosas que ocurren son muy pocas: cuatro amigos hablando sobre filosofía a la orilla del mar y las repetitivas sesiones de terapia de Pablo. La digresión, discursiva, literaria, filosófica, es llevada al máximo, las frases se dilatan pero en una continua reproducción circular, frases que, como la famosa serpiente ouróbora, se muerden la cola, se ciñen a lo que ya ha sido dicho para intentar solidificar o dilatar, al menos, eso mismo que se está desintegrando. En pocas palabras: la escritura, el estilo de La astucia de la razón, va a contramano de su temática, no para negarla, sino para evitarla.

viernes, 6 de marzo de 2009

Bolaño

¿De qué, entre muchas cosas, nos habla la voluminosa 2666? Del infierno. Más aún, del infierno aquí, en la tierra, como si la malevolencia infinita, la crueldad abominable, hubiese aflorado con su ominoso relente en la desgraciada ciudad de Santa Teresa. Santa Teresa que, con su tierra anegada de cadáveres, es el punto de unión, de contacto, de todas las múltiples historias que cruzan 2666. El que el lugar esté rodeado de desierto, de una yerma esencialidad, es un indicio topográfico de que el averno es real, ostensible. ¿Cómo transmitir esa sensación? Mediante una medida frialdad. La fluida voz narrativa de Bolaño debe ser distante, naturalmente objetiva, aunque familiar, con el universo que describe, debe optar por la sapiente lejanía del forense que realiza una autopsia, la realidad ficcional es un objeto de estudio: demasiada cercanía o identificación nos haría caer en las manipuladoras y efectistas facilidades de la sensiblería. El infierno debe ser visto desde lejos, la vorágine mortal debe ser analizada racionalmente, aunque no sea entendida. Una cosa no implica necesariamente la otra, porque el mal no puede ser comprendido. Por eso el judicial Márquez, ante la malévola y anónima presencia fantasmática que ahoga a la ciudad, le dice al periodista Sergio González que no le intente buscar una explicación lógica a los terribles feminicidios. Por eso Márquez dice, sin esperanza: “Esto es una mierda, ésa es la única explicación”

¿Qué es amor?

Amor es un anagrama de Roma.