jueves, 30 de julio de 2009

MEMENTO: parte I

Viendo esta interesante y muy bien lograda película de Christopher Nolan se me han abierto dos módulos de análisis interpretativo. El primero de ellos ha dado lugar a este artículo, en el que abordaremos el tratamiento formal del film. El otro núcleo será objeto de un artículo siguiente.
La trama del film es la que sigue: Leonard quiere vengar la violación y muerte de su esposa, para ello emprende una odisea investigativa, cuyo principal obstáculo es él mismo. Una rara afección cerebral, producto de un accidente, hace que Leonard tenga atrofiada su memoria a corto plazo: en resumen, no puede retener en su mente nuevos recuerdos. Ahora bien, lo que hay de destacable en la película, lo que le da su marca distintiva es que comienza, literalmente, por el fin y de a saltos, llegará hasta el inicio de la historia. Esta aparente discordancia entre fondo y forma no es un caprichoso deseo superficial de querer aparentar modernidad o virtuosismo (que lo tiene). Nolan quiebra todo pre-supuesto narrativo, toda arquitectura prefabricada con un propósito muy definido: hacer de la forma la justificación metafórica del tema de su película. Nos explicamos: Leonard no puede recordar. Esta palabra, recuerdo, es fundamental (advertida ya desde el mismo título de la obra) porque intervendrá semióticamente en el montaje narrativo. Nolan no hace más que trasportar la operación de recordar al plano visual: si recordar es un ir hacia atrás, entonces el film debe demostrar ese mismo retroceso. Los recuerdos son secuencias de datos (las mismas que la película muestra) a los cuales accedemos para revivirlos cronológicamente. Es retroceder para volver a avanzar. Así, el núcleo temático de la historia se sostiene (y se significa), no solo a sí mismo, sino también y principalmente, a nivel formal.

La angustiante asfixia de existir

¿Puede haber algo peor que sentirse acorralado por la existencia? Esa es, después de todo, la tesis de La náusea, novela en la cual su personaje descubre, abrupta y repugnantemente, que él es un existente más dentro de un cúmulo ilimitado de existentes. Roquentin sabe que existe, que es, y la realidad se encarga de hacérselo saber, pero asimismo se le revela la alteridad de esa existencia: puede ser, puede no ser, al mundo lo mismo le da. Esa contingencia del ser-existente, nos arroja hacia una exterioridad que no elegimos, pero que debemos vivir obligadamente. Por eso mismo, Roquentin necesita justificar su desgastada existencia, porque no-hacer es seguir hundiéndose en la existencia asfixiante de los demás: es estar de más. Aquí, en uno de los pasajes primordiales del texto, la escritura de Sartre se trastorna para dar cuenta de la complejidad de la epifanía que Roquentin, sentado debajo de un árbol, siente. En esa vorágine verbal, confusa, filosófica, es donde las cosas adquieren un sentido: se entienden, pero, al mismo tiempo, son insalvables. La náusea que acecha a Roquentin no es sino la metáfora de su condición de existente-vacío. Él mismo es la náusea, porque él es el centro de su rechazo existencial.

jueves, 23 de julio de 2009

Las voces del pueblo

Que Saramago, escritor delicioso si los hay, siempre opta en sus novelas por la mirada de los que no tienen poder (o que tienen un tipo de poder que no es político o religioso) no es ninguna novedad. Menos evidente, o acaso menos mencionado, es el hecho de que su perspectiva está puesta de lleno en esa identificación. Tanto que los ritmos y el registro utilizados por el portugués siempre se corresponden con los tonos del habla popular. Hay en sus textos una resonancia oral, de corte coloquial, pero no por ello poco literaria. Al contrario, esa concentración textual puede sólo ser escrita, la escritura está en su base: que adopte la retórica popular es otra cosa. Memorial del convento es un buen ejemplo de ello. A través de la escritura, se da cuenta de la idiosincrasia del, llamémosle así, vulgo: una mirada contemplativa pero también crítica. La ironía, sin la cual sería impensable la prosa de Saramago, se despliega haciendo uso de las voces del habla popular. Saramago no observa a sus personajes como lo haría un dios, ajeno a sus asuntos: lo hace desde allí, desde donde ellos están, a la par. Y lo hace, también, desde el lenguaje, acaso único instrumento viable para interpretar lo real, porque ¿cómo entender al pueblo portugués (o a cualquier otro), sino es desde el seno desde dónde surge?