lunes, 19 de marzo de 2007

Retrato del Diablo



Nunca sabremos a ciencia cierta, cómo es la fisonomía infernal de un ser como el Diablo. Muchos son los tópicos que los ilustradores han tomado y perpetuado en el tiempo: un ser híbrido, con patas de cabra, cola, un tridente en la mano, cuernos en la cabeza. Tampoco está exento de llevar una capa roja sobre su espalda. Es decir, es un ser netamente teratológico y que sin dudas infringirá temor en cualquier sujeto con el que interactúe.
No obstante, la Biblia, en el Apocalipsis, nos revela que su forma es la de “un gran dragón, la serpiente antigua” (Ap. 12:10). Y no es casualidad que Satanás (nombre que proviene del hebreo hasatan, con el que se designaba a una especie de “espía” divino) haya adoptado asimismo la forma de la serpiente para poder “seducir” a Eva e inducirla a probar el fruto prohibido. San Juan, en su libro, también nos dice que se paró sobre la arena del mar y vio “subir del mar una bestia que tenía siete cabezas y diez cuernos, y en sus cuernos diez diademas; y sobre sus cabezas un nombre de blasfemia” (Ap. 13:1) Lo que notamos, sin duda, es que Satán puede adoptar múltiples formas, según su conveniencia. De aquí deducimos algo muy sencillo: el Diablo (o Satán, Belcebú, Lucifer o como deseemos llamarlo) no tiene forma, no tiene existencia fuera de nosotros mismos, porque es una proyección (mental, si se quiere) de nuestros temores. La forma se la damos nosotros, de acuerdo a nuestras convicciones. Sabemos que el Diablo es un ser corrupto que intenta ganar almas, tentándolas. Y no hay forma más fácil de tentar a un sujeto que adoptar una forma específica e individual que golpee sus sentidos y sentimientos, una forma que ataque las debilidades propias de cada individuo. Ergo, el concepto de Diablo es uno solo, pero hay un Diablo para cada uno de nosotros.
NOTA: En las primeras líneas he mencionado una tradicional descripción del Diablo, que se ha heredado de la era medieval. Ésta, como nos dice Jorge Luis Borges en “El libro de los seres imaginarios”, proviene de la imagen de los sátiros, seres fabulosos de la mitología romana. Se los describe así: “Así los griegos los llamaron; en Roma les dieron el nombre de Faunos, de Panes y de Silvanos. De la cintura para abajo eran cabras; el cuerpo, los brazos y el rostro eran humanos y velludos. Tenían cuernecitos en la frente, orejas puntiagudas y la nariz encorvada. Eran lascivos y borrachos. Acompañaron al dios Baco en su alegre conquista del Indostán. Tendían emboscadas a las Ninfas; los deleitaba la danza y tocaban diestramente la flauta. Los campesinos los veneraban y les ofrecían las primicias de las cosechas. También les sacrificaban corderos”.

jueves, 8 de marzo de 2007

Sobre la originalidad en la literatura



Hoy en día, es común escuchar (o mejor dicho leer) que muchos críticos se refieren a ciertas obras como “originales” o, a sensu contrario, como “poco originales”. Me parece pertinente reflexionar desde una perspectiva tautológica[1] el concepto de originalidad en la literatura.
«Nihil novum sub sole» solían decir los romanos, para indicarnos que no hay nada nuevo, que todo ya está escrito desde que el tiempo es tiempo y desde que el hombre aprendió a utilizar la escritura como medio de comunicación. Esta referencia es muy acertada para nuestro pequeño estudio, porque podemos decir que en realidad, nada es ciento por ciento original de por sí. Los temas literarios a los cuales los escritores se aferran vienen repitiéndose (y acumulándose) desde Homero (o si somos un poco quisquillosos, desde las tablillas de arcilla que recitan el Poema de Gilgamesh) hasta nuestros días, conformando un gran corpus temático que sirve de materia a la composición de las obras.
La originalidad, por ende, no estará dada por los temas que los autores abarquen, sino más bien en como tratarán esos temas, como los narrarán. Tomemos como ejemplo (por un puro capricho hedónico de mi parte) la obra de Borges. Sabemos bien que los temas que más fascinaban al maestro era los relacionados con conceptos metafísicos: el tiempo, el espacio, la materia, la inmortalidad, etc; temas que, por otra parte, ya venían siendo trabajados, verbi gratia, por los filósofos griegos como Platón o Aristóteles. Pero esto no resta en absoluto originalidad a la obra borgeana. Muy por el contrario, Borges al tomar elementos preexistentes (puesto que es muy difícil crear desde la nada, a menos que se tenga un carácter divino) los interlaza y reelabora aportando su cuota de creatividad personal, su estilo propio. Allí se presenta, según mi perspectiva, la naturaleza esencial de la originalidad literaria. La obra de Borges es tremendamente original, precisamente porque el autor sabe como ensamblar milimétricamente cada una de las partes que conforman el todo y como rellenar los espacios vacíos con ideas nuevas. En esto presenta mucha importancia el concepto de préstamo intertextual, es decir, la inclusión en la propia obra de conceptos ya desarrollados por distintos autores a lo largo del tiempo. La escritura es, esencialmente, reescritura y todo (gran) escritor es, en primera instancia, un gran lector. Ya lo dijo el mismo Borges: «Que otros se enorgullezcan de las páginas que han escrito, a mi me enorgullecen las que he leído». Sólo leyendo en cantidades diluvianas se puede aprehender la esencia misma de la literatura, su carácter único. Y sólo leyendo se pueden extraer los conceptos y las estrategias necesarias para poder escribir. Lo que viene después está dado por la habilidad del escritor para conjugar todos esos elementos en una obra narrativamente original, haciendo uso de todas las potencialidades del lenguaje. Otro ejemplo borgeano: en El libro de arena (1975) se incluye un cuento titulado El otro, que versa sobre el tema del doble, el doppelgaenger; éste era uno de los favoritos de los escritores románticos (en especial de los alemanes, como lo demuestra Heinrich Heine en su poema “Der doppelgäenger”). En el prólogo al libro, Borges ya nos advierte sobre la secularidad del tema: «El relato inicial toma el viejo tema del doble […]». Pero el cuento de Borges es más que un relato más acerca del doble; es una experiencia de confrontación con uno mismo en un estadio diferente. Es un dilema existencial sobre lo que fuimos y sobre lo que somos.
Ergo, los temas pueden repetirse infinitamente, pero el modo de enunciarlos, de transmitirlos, van cambiando, mutando en multiformes y vastos regueros de tinta. Por ende, las obras no son meras asincronías tautológicas dadas a lo largo del tiempo. Tomemos otro ejemplo, esta vez será la obra Boquitas pintadas (1969) de Manuel Puig. Personalmente, dudo mucho que la novela de Puig haya tenido tanta aceptación de no ser por las “vanguardistas” estrategias narrativas que utiliza para construir su novela. En Boquitas pintadas, el narrador tiende a desaparecer y es reemplazado por toda una sucesión de elementos tomados de la cultura de masas: cartas, entradas de agendas, actas policiales y hospitalarias, informes de hospital, diarios íntimos, etc. Como curiosidad comparativa, diremos que Bram Stoker llevó esto también a la práctica en su novela Drácula, unos cuantos años antes que Puig. Prosiguiendo con Boquitas pintadas, hasta su estructuración corresponde a elementos culturales provenientes de medios populares, puesto que su arquitectura narrativa se arma en base a entregas de folletines. Pero más allá de eso, la novela de Puig es una novela sentimental como tantas se han escrito. Sin embargo, la inventiva del escritor se halla, precisamente, en el modo de narrar su historia; allí reside su originalidad.
Cabe precisar que, en ningún momento a lo largo de esta exposición, me he referido a la originalidad o creatividad argumentativa, que es un tema diferente y que, taxonómicamente, se enlistaría en el conjunto de estrategias narrativas; puesto que la historia o fábula – como le llamaban los formalistas rusos – no deja de ser una forma de representación simbólica (si se quiere) del tema a tratar.
Así, las cosas ya se han dicho. Lo que hace falta es decirlas de otro modo diferente, con ideas nuevas; y me temo que este texto ya ha sido escrito por alguien en algún momento de la historia.


[1] Adoptando la primera acepción que nos otorga el Diccionario de la Real Academia Española.

Escribir es una lucha

En su “Decálogo del escritor”, Augusto Monterroso plantea una hipótesis interesante: el acto de escribir es una constante lucha. Sí: una lucha con un elemento que manejamos desde nuestros primeros años de vida: el lenguaje. Para esa pelea, el escritor guatemalteco aconseja ejercitarse día y noche.
Además de ser una bella metáfora, la definición de Monterroso me parece muy acertada y precisa. Ahora mismo, yo me encuentro “luchando” con el lenguaje al escribir este texto, estoy tratando de hallar en los laberínticos pasajes de mi cerebro la palabra que encastre a la perfección con la cadena de vocablos que he armado. Si la palabra no es la acertada, el eslabón es necesariamente débil y toda la estructura corre el riesgo de desintegrarse, de caerse como un castillo de naipes mal construido.
La escritura implica trabajo y esfuerzo. La inspiración, el toque taumatúrgico de las Musas, es muy importante, pero cuando llega es arrebatado, febril y desordenado. Uno vomita toda la carga retórica que se le otorga y la plasma informe en el papel. Allí es donde debe entrar el trabajo de ordenación, corrección, suplantación y supresión; que es el más arduo que le toca a un escritor. Ya lo dijo Hemingway: “La literatura es un 10% de inspiración y un 90% de transpiración”.
La única herramienta que podemos utilizar para "luchar" con el lenguaje y con el texto, es el conocimiento. Y la soga de conocimientos con la que "dominaremos" al texto sólo de puede trenzar con el hilo de la lectura.

miércoles, 7 de marzo de 2007

Argumentum ornithologicum



Por Jorge Luis Borges

Cierro los ojos y veo una bandada de pájaros. La visión dura un segundo o acaso menos; no sé cuántos pájaros vi. ¿Era definido o indefinido su número? El problema involucra el de la existencia de Dios. Si Dios existe, el número es definido, porque Dios sabe cuántos pájaros vi. Si Dios no existe, el número es indefinido, porque nadie pudo llevar la cuenta. En tal caso, vi menos de diez pájaros (digamos) y más de uno, pero no vi nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres o dos pájaros.Vi un número entre diez y uno, que no es nueve, ocho, siete, seis, cinco, etcétera. Ese número entero es inconcebible, ergo, Dios existe.

Para entender un poco, clickea

El acróstico justifica los fines

Utilizando
Maravilloso
Blog
Intentaré
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Interesantes
Cosas,
Usurpando
Sapiencias

Nequaquam Vacuum

En “El péndulo de Foucault”, Umberto Eco sostiene que la naturaleza le tiene un miedo terrible al vacío. Argumento irreprochable. Todos los espacios tienden a llenarse, a completarse de una u otra manera. Nequaquam vacuum: el vacío no existe; el vacío es una condición forzada, porque no hay suficiente materia como para poder rellenar el espacio que hay entre todos los cuerpos celestes que pueblan el Universo – que tal vez resulte ser infinito. Si hubiese tal cantidad de “relleno” el vacío no existiría sino como una hipotetización, como una posibilidad.
De la misma manera se comporta este blog. Tenderá irremediablemente a completarse, porque es su naturaleza. Si se hallase vacío, de poco interés resultaría para los que lo leyesen. Así que poco a poco irá rellenándose, irá absorbiendo los materiales que su autor le provea y se alimentará de caracteres, imágenes y demás elementos hipertextuales que se conjugarán en un collage multiforme; elementos que por otra parte no existen sino allí mismo, en el universo virtual que les da vida a su manifestación binaria, a ese eterno juego de dualidad entre unos y ceros.