jueves, 11 de marzo de 2010

Humor conceptual


Crónica de mis días con el Ulises

Cuarto día: Calipso.
El cambio: la variación de la perspectiva: el mismo ímpetu verbal. Palabras y frases como pensamientos, fugaces, instantáneos, deslindados de un centro: una visión de lo cotidiano. Cuando se lee a Joyce, y cuando esa lectura deviene en entusiasmo, uno empieza a percibir joyceanamente: siente como los narradores del texto. A Joyce le interesa el todo: cuando narra, narra: sin elipsis, sin censuras, sin prejuicios: simplemente narra, da cuenta de eso que estamos viendo: es fiel: es ético. Su plan narrativo, como el de todo gran escritor, implica una ética de la estética. Joyce podría decir de sí que homo sum: humani nil a me alienum puto.

Crónica de mis días con el Ulises

Tercer día: Proteo.
La forma, el lenguaje: una complejidad. Joyce alcanza una densidad verbal pasmosa: la palabra se aleja de los supuestos, de los esquemas, se torna materia simbólica. Lo real: ese es el problema. Lo real. Cómo conocer, cómo aprehender ese flujo fáctico que se sucede ininterrumpidamente. Ineluctable modalidad de lo visible. La realidad es proteica: cambia, se modifica. La percepción sensorial es instintiva e inmediata, se evapora con el devenir temporal. Para dar cuenta de lo real, pues, el lenguaje: único elemento capaz de poder estabilizar el fluctuante flujo fenoménico. Pero. Se necesita algo, primero: si la realidad muta, si la realidad en un complejo, el lenguaje no puede ser el de uso corriente: el lenguaje debe, también, mutar, para dar cuenta de esa complejidad, volviéndose él mismo complejo.

viernes, 12 de febrero de 2010

Crónica de mis días con el Ulises

Segundo día: Néstor.

Somos huérfanos. Y andamos en busca de nuestros padres: a cada instante, sin descanso, como reemplazando términos para ver cuál nos cuadra, qué tectónica verbal nos complace. Ciertos nombres nos dan su cuidado: pero hay que llegar a ellos. Como también hay que llegar hasta Joyce.

No es fácil. Más cuando un autor decide elaborar una novela total, una novela que es el todo-absoluto, un proteico centro gravitatorio cuya naturaleza a muchos les es ajena, pero que está.

Hay que leer, entonces. Fábula urdida por las hijas de la memoria. En cierta medida, la lectura también es una fábula, porque no es objetiva: está constituida, primero por cómo leemos, y luego por cómo nuestra memoria construye el recuerdo de esa lectura: fragmentos, olvidos, imágenes, modificaciones: una nueva ficción, en muchos casos.

Somos huérfanos, y esa orfandad es la pesadilla de la que tratamos de despertar. Somos huérfanos, los viejos están del otro lado: padres o antagonistas. O antagónicos padres. Quién sabe.

Somos huérfanos. Y construimos a nuestros padres leyendo.

Crónica de mis días con el Ulises

Primer día: Telémaco.

14:45. Me decido. El día no puede ser como cualquier otro. No. Largamente he pensado. El libro, la biblioteca. El primero, de hecho. Todo momento llega, eventualmente. Y este comprometía una deuda, una deuda personal con el autor, pero sobre todo con la literatura. Una de esas deudas que siempre nos están recordando: para cuándo. Dos años. Y ahí está: aguardando: estático como un universo: él mismo, el universo. Lo tomo y ya es entrar en el campo perceptivo que el texto propone: uno nota la inmensidad: una grandeza plúmbea, física. Luego todo es sentarse en la silla, primero encender la luz, luego, a invadirse con la dinámica de la lectura. No es el primer acercamiento al texto, claro, ha habido antecedentes, pero todos ellos informales, circunstanciales: livianos. Unas frase acá, otra por allá: descubrir tonos y técnicas: un auténtico manual. Pero esto. Otra cosa: ser el texto.

El muchacho, entonces, ha comenzado la sana batalla. Se ha sentado, la luz derrama su lánguido fluir, las manos acarician el añoso papel: hay aroma al Ulises (cada libro tiene el suyo). Busca: primer capítulo. Conoce el principio, cómo no, pero lo demás ya implica novedad, es saberse fuera: aprehensión que está por venir. ¿Viene? Viene, acaso toscamente. Pero viene. Acaso. Primera lectura: eso siempre se recuerda, más en una fecha tan simbólica: no será el famoso día narrado, pero sí el del cumpleaños del autor. El muchacho lee, y siente: hay algo ahí: una fuerza, de arrastre, envolvente, que nace con la palabra y modifica el mundo. Lee, y se le hace breve.

Los minutos devienen, y con ellos las palabras, y con ellas los minutos, y con el tiempo y las palabras la unidad. Fin. 15:20. Ahora soy otro.

lunes, 19 de octubre de 2009

Náusea

Los objetos son, necesariamente, conforman una existencia-en-sí, su presencia en el mundo es autónoma, si se quiere, incluso pese a ellos. En los seres con consciencia el problema de la existencia es doble: existen, porque están, pero para llegar a ser necesitan justificar dicha existencia, necesitan anclar su eje existencial. De no ser así, el existente no es, en el sentido de que algo le falta para ser. Se existe sin ser. Esa falta, ese vacío, es ausencia, incomodidad. Es la náusea.

martes, 25 de agosto de 2009

El origen de la locura

Creo que una de las cualidades de Stephen King es hacer trasmutar las condiciones naturales de una persona y convertirlas en horror puro. Digamos: es una de sus facetas, donde el miedo no proviene, a priori, de lo sobrenatural, sino de la manifestación terrible de fuerzas humanas. En esta, llamémosle, mitología de lo cotidiano, se inscribe uno de los procedimientos preferidos del escritor: hacer surgir, sin aparente motivo, la locura de sus personajes. El resplandor no es sino una muestra de este hecho. ¿Qué puede haber de abominable en un escritor que se va, junto a su familia, a un hotel para poder escribir tranquilo? En principio, nada, pero las cosas cambian cuando descubrimos que ese hotel funciona como una entidad psíquica, objeto concentrador de las presiones subjetivas que nuestro personaje, Jack, hace bullir (e intenta reprimir) en el interior de su mente. Entonces, el ambiente opera silenciosamente sobre el sujeto, más aún: sobre su consciencia; proyecta luego esa fuerza yoica y la corporiza en el exterior de la persona. O sea: la consciencia del sujeto queda fuera del mismo, el sujeto, ergo, queda fuera de sí: se pierde, se enajena. Y al liberarse de esa represión, puede entrar en el terreno siniestro de lo amoral: cuando no hay barreras que delimiten el ello, las pulsiones más bajas del ser humano pueden concretarse con espantosa libertad.

lunes, 10 de agosto de 2009

MEMENTO: parte II

El cuerpo de la escritura.
Cuando uno ve la relación que Leonard tiene con la realidad, nota de inmediato que roza continuamente la duda. Dada su condición, el hecho de no poder anclar informaciones nuevas en su mente se transfigura en una suspicacia constante. El mundo es peligrosamente novedoso a cada instante, y esto desequilibra los supuestos de lo real. No es tanto el hecho de que no pueda recordar, sino que no pueda adquirir recuerdos. Cada dato queda como flotando, etéreo, en el cerebro de Lenny, y no hace falta más que una brisa de tiempo para que se borre por completo. Por eso resulta tan desesperante la escena en la cual Catherine lo injuria y vapulea impunemente, habiendo robado antes todos los bolígrafos de nuestro personaje. Sabe que si espera unos minutos, él no sabrá lo que ha sucedido. Y aquí se presenta el hecho que merece nuestra especial atención: Leonard debe suplir el soporte físico de los recuerdos. Si su cerebro es obsoleto en un sentido, tiene que recurrir a la otra memoria: la escrita. ¿Y no es, acaso, Memento una defensa simbólica del texto escrito?
Leonard tiene que confiar en la escritura, necesita tener algo que lo una a la realidad, y corporiza esta relación significativamente: escribe sobre su propio cuerpo los datos a los que ha de recurrir. El cuerpo se convierte, así, en un complejo semiótico: es el soporte dinámico de la memoria. En este sentido, Memento encarna el opuesto perfecto de la tesis platónica. Recordemos que Platón desconfiaba de la escritura por el mismo hecho que Leonard desconfía de sus facultades mentales: porque al reemplazar uno por otro, se corre el riego de abandonarse al olvido. Platón sostenía que escribir derivaba en que el hombre perdiese su memoria. En el reverso de esta idea, Leonard sabe que si no escribe, los datos se esfumarán. De esto nos habla Memento: la escritura es una salvación.

jueves, 30 de julio de 2009

MEMENTO: parte I

Viendo esta interesante y muy bien lograda película de Christopher Nolan se me han abierto dos módulos de análisis interpretativo. El primero de ellos ha dado lugar a este artículo, en el que abordaremos el tratamiento formal del film. El otro núcleo será objeto de un artículo siguiente.
La trama del film es la que sigue: Leonard quiere vengar la violación y muerte de su esposa, para ello emprende una odisea investigativa, cuyo principal obstáculo es él mismo. Una rara afección cerebral, producto de un accidente, hace que Leonard tenga atrofiada su memoria a corto plazo: en resumen, no puede retener en su mente nuevos recuerdos. Ahora bien, lo que hay de destacable en la película, lo que le da su marca distintiva es que comienza, literalmente, por el fin y de a saltos, llegará hasta el inicio de la historia. Esta aparente discordancia entre fondo y forma no es un caprichoso deseo superficial de querer aparentar modernidad o virtuosismo (que lo tiene). Nolan quiebra todo pre-supuesto narrativo, toda arquitectura prefabricada con un propósito muy definido: hacer de la forma la justificación metafórica del tema de su película. Nos explicamos: Leonard no puede recordar. Esta palabra, recuerdo, es fundamental (advertida ya desde el mismo título de la obra) porque intervendrá semióticamente en el montaje narrativo. Nolan no hace más que trasportar la operación de recordar al plano visual: si recordar es un ir hacia atrás, entonces el film debe demostrar ese mismo retroceso. Los recuerdos son secuencias de datos (las mismas que la película muestra) a los cuales accedemos para revivirlos cronológicamente. Es retroceder para volver a avanzar. Así, el núcleo temático de la historia se sostiene (y se significa), no solo a sí mismo, sino también y principalmente, a nivel formal.

La angustiante asfixia de existir

¿Puede haber algo peor que sentirse acorralado por la existencia? Esa es, después de todo, la tesis de La náusea, novela en la cual su personaje descubre, abrupta y repugnantemente, que él es un existente más dentro de un cúmulo ilimitado de existentes. Roquentin sabe que existe, que es, y la realidad se encarga de hacérselo saber, pero asimismo se le revela la alteridad de esa existencia: puede ser, puede no ser, al mundo lo mismo le da. Esa contingencia del ser-existente, nos arroja hacia una exterioridad que no elegimos, pero que debemos vivir obligadamente. Por eso mismo, Roquentin necesita justificar su desgastada existencia, porque no-hacer es seguir hundiéndose en la existencia asfixiante de los demás: es estar de más. Aquí, en uno de los pasajes primordiales del texto, la escritura de Sartre se trastorna para dar cuenta de la complejidad de la epifanía que Roquentin, sentado debajo de un árbol, siente. En esa vorágine verbal, confusa, filosófica, es donde las cosas adquieren un sentido: se entienden, pero, al mismo tiempo, son insalvables. La náusea que acecha a Roquentin no es sino la metáfora de su condición de existente-vacío. Él mismo es la náusea, porque él es el centro de su rechazo existencial.