jueves, 24 de abril de 2008

Borges en el colectivo

Ha llegado la hora de viajar a la ciudad. El transporte llega con algo retraso, pero pago pacientemente mi boleto y trato de hallar un asiento desocupado y, en lo posible, solitario. Descargo mi mochila, dejando que unos pocos kilómetros fluyan como un río de asfalto, mientras afuera el paisaje se desliza con una cinemática celeridad: formas y colores se funden hasta el infinito.
De mi mochila saco el último tomo de las Obras completas de mi autor preferido. Atravieso las páginas, rozándolas con invisible gusto, para releer ese tardío y perturbador cuento llamado La memoria de Shakespeare. Allí está y en el momento en que comienza mi lectura, la magia ancestral vuelve a repetirse: el tiempo se comprime en palabras, en verbos y sustantivos, en artículos, adverbios y adjetivos; el tiempo ahora es también un símbolo.
Sin darme cuenta, los minutos se han encapsulado en un cuento y a ese le sigue otro, La rosa de paracelso, que obra de la misma manera. El viaje casi termina. Ahora ya sé que afuera, cuando me baje del colectivo, la realidad habrá transmutado, el panta rhei del antiguo griego ejecutará su inevitable presencia, la realidad no será la misma, será otra, velada por la sombra del acaso.
Afuera, espera lo fantástico.

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