jueves, 12 de febrero de 2009

Kafka

Hay que cuidarse de la aparente, vidriosa, sencillez de la prosa kafkiana, de su despojamiento, de su distanciada frialdad. Su estilo es, prácticamente, no tener estilo, no dejar marcas textuales que puedan revelar una individualidad. Kafka apunta a neutralizar el lenguaje, a manipular las palabras de manera inorgánica. Y nada hay de inocente en ello, porque todo texto crea su sentido, también, en base a la forma. La máquina formal de Kafka remite a un universo impersonal, objetivo, alejado, casi como si el narrador fuera un diseccionador de lo humano, un anatomista de la realidad, un ente externo que observa el absurdo y escribe su informe de la situación. Informe, ente, objetividad, absurdo: cuatro términos que, conjugados entre sí, nos revelan que la prosa de Kafka es la prosa anónima de lo que supera al individuo. La prosa burocrática y cristalina cuya transparencia da cuenta de la absurdidad del mundo, a través de la cual todo se pospone hacia el infinito, a través de la cual el hombre es incapaz de comprender los hechos que lo rodean. Delante, entonces, en la superficie, el texto, la masa de palabras. Detrás, en lo profundo, la conciencia innominada y omnisciente de lo plural e innominado.

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