martes, 13 de enero de 2009

Una visión de la muerte

Está, por decirlo así, ahí, exactamente frente a él, erguida en una ostensible, comprobable facticidad que, sin embargo, puede, o no, ser también un engaño, ha encarnado, de pronto, en el liviano cuerpo que, se presupone, es la esencia del umbroso país del que, por acción de algún arte secreto, ha venido para estar justo frente a él y, por ahora, en este instante, de eso estamos seguros, ante nadie más. Con objetividad, no puede decirse que sea hombre o mujer: la decadente mirada ha sido borrada por la eternidad; el rostro, enjuto, con la piel como adherida a la osificada faz, demuestra una gravedad andrógina, cuya clasificación genérica está por fuera de toda taxonomía y, acaso, eso convenga, por su teatralidad, a la seriedad de la escena que estamos viendo. El vestido, o traje, o abstracta vestimenta, según como queramos llamarlo, de acuerdo a la indescifrable cualidad que antes mencionamos, se eleva como flotando en un hálito imposible, es arremetido por un denso, calamitoso viento oracular que, sumado a la característica de vaporosa naturaleza que posee la prenda, la hace danzar estáticamente en un arremolinamiento general. Sobre la cabeza, cubriendo parte de la frente, un retazo de tela que le otorga un aura de compleja oscuridad. En la mano izquierda, cayendo hacia el suelo, si es que hay un suelo hacia el cual caer, o proyectándose, más bien, una hoz milenaria, segmentada luna de plata, se extiende como una orgánica prolongación de su ser, herramienta de trabajo fatal, lacerante cuchillo de la vida, alterador del orden vital que fue, o será, usado para, con toda la frialdad que le corresponde, segar el hilo de la existencia. Él la mira, o lo mira, y ella o él está mirándolo a él, pero como perdidamente y de modo oblicuo, con los ojos sumidos en una vaguedad abisal y abominable, un hundimiento cavernoso que viene como a simbolizar la nada, o el todo, depende de cómo se lo interprete. Él la mira, o lo mira, y de pronto la imagen lo subyuga, la tensa quietud del ser se dilata en una perturbadora concreción que altera, o modifica, el sentido del mundo, porque una cosa es imaginarla, o imaginarlo, haciendo un ponderado y legítimo uso de la creatividad y la imaginación, diseñando mentalmente la representación que le dé vida, de alguna u otra manera, pero ahora nada hay que hacer, porque ella, o él, está ahí, expectante, como esperando, lejano e indeterminado, el sonido del tiempo que acaso nunca llegará. Él la mira, o lo mira, y trata de entenderla, o entenderlo, según se ha dicho. No lo logra, pues ella, o él, está más allá de cualquier entendimiento humano, está plus ultra de cualquier aprehensión interpretativa, a pesar de que es, en apariencia, humana su esencia, o sustancia, de acuerdo a una postura, si se quiere, aristotélica, y humana su forma, notable paridad ésta entre forma y fondo, que, sin embargo, se aniquila cuando conocemos, o pretendemos conocer, su ultraterrena naturaleza. Decir ultraterrena es entrar en el universo de lo puramente especulativo, de lo escatológico -y, entiéndase bien, este concepto lo utilizamos según la vertiente griega que significa estudio de lo último- o si se prefiere, es salir, eso depende de la perspectiva, del campo de lo real, que ni siquiera sabemos bien qué constituye. De todas maneras, sí sabemos qué no es, que no pertenece, a este mundo, sino a cualquier otro de los que componen esta estructura infinita y multifacética que llamamos universo. Lo importante, sin embargo, es que está frente a él, que lo mira, aunque sea lateralmente, y que, sea lo que sea, es maravilloso y terrible al mismo tiempo, como un secreto milagro atroz. No se mueve, no puede moverse. Ella, o él, está ahí, de modo muy estático, en la incontrovertible parálisis del tiempo. Está, ella o él, ahí, en la quietud del papel. Él, con pesada convicción, cierra el antiguo libro, y las páginas, oxidadas por los años, se clausuran sobre si mismas con un tosco, sordo, quejido seco.
Mañana, si tiene tiempo, volverá a echarle otra mirada al grabado.

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