viernes, 12 de febrero de 2010

Crónica de mis días con el Ulises

Primer día: Telémaco.

14:45. Me decido. El día no puede ser como cualquier otro. No. Largamente he pensado. El libro, la biblioteca. El primero, de hecho. Todo momento llega, eventualmente. Y este comprometía una deuda, una deuda personal con el autor, pero sobre todo con la literatura. Una de esas deudas que siempre nos están recordando: para cuándo. Dos años. Y ahí está: aguardando: estático como un universo: él mismo, el universo. Lo tomo y ya es entrar en el campo perceptivo que el texto propone: uno nota la inmensidad: una grandeza plúmbea, física. Luego todo es sentarse en la silla, primero encender la luz, luego, a invadirse con la dinámica de la lectura. No es el primer acercamiento al texto, claro, ha habido antecedentes, pero todos ellos informales, circunstanciales: livianos. Unas frase acá, otra por allá: descubrir tonos y técnicas: un auténtico manual. Pero esto. Otra cosa: ser el texto.

El muchacho, entonces, ha comenzado la sana batalla. Se ha sentado, la luz derrama su lánguido fluir, las manos acarician el añoso papel: hay aroma al Ulises (cada libro tiene el suyo). Busca: primer capítulo. Conoce el principio, cómo no, pero lo demás ya implica novedad, es saberse fuera: aprehensión que está por venir. ¿Viene? Viene, acaso toscamente. Pero viene. Acaso. Primera lectura: eso siempre se recuerda, más en una fecha tan simbólica: no será el famoso día narrado, pero sí el del cumpleaños del autor. El muchacho lee, y siente: hay algo ahí: una fuerza, de arrastre, envolvente, que nace con la palabra y modifica el mundo. Lee, y se le hace breve.

Los minutos devienen, y con ellos las palabras, y con ellas los minutos, y con el tiempo y las palabras la unidad. Fin. 15:20. Ahora soy otro.

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