Si los filósofos idealistas tuvieran razón, y por ende la teoría solipsista que reduce la existencia de los entes externos a lo que demarca la percepción humana, no teniendo aquella entonces autonomía per se, cabe la hipótesis de que la realidad ficcional presente en las obras literarias tuviera una existencia paralela la “realidad” empírica, porque proyectamos en la ficción determinadas imágenes esenciales que le otorgan dicha existencia. Dicho de otro modo: la realidad literaria es la forma más acabada de realidad idealista. Y, agregamos nosotros, la mar de las veces preferible a la que vivimos.
domingo, 16 de marzo de 2008
La venganza como juego
John Katzenbach traza en El psicoanalista un intenso thriller donde las realidades se trastocan, y nada es lo que parece.
Cuando uno se adentra en determinados círculos literarios, siempre supone que puede correr riesgos. Y acaso el círculo que circunscribe a los best-seller sea el que más sospechas genere. Temeroso de que lo que le prometen las ampulosas portadas, las vastas campañas publicitarias y los no menos atractivos títulos no se concrete en el plano de la lectura, a veces nos acercamos a dichos libros con prejuicios y falsas expectativas. John Katzenbach sea tal vez una excepción en este ámbito.
Para empezar, hay que hablar sobre el título que, como puede verse claramente no trata de conspiraciones teosóficas ni antiquísimos secretos milenarios. Todo lo contrario: apunta a pasar casi desapercibido, tan solo así El psicoanalista. Esta aparente sencillez externa, que se encarga de focalizarnos en lo que representará la figura principal de la novela, viene a desestabilizarle en el cuerpo del texto, presentando una intrincada historia que no es sino la batalla individual de un hombre por salvar su vida.
Frederick Starks es un ordinario psicoanalista de Nueva York en el que el tiempo fluye con una abrumadora rutina. Su tranquila vida profesional vendrá a destrozarse cuando una extraña carta amenazante le llegue a su consultorio. Esa carta será el punto de partida de lo que será un macabro juego entre el misterioso señor R y él, en el cual Ricky deberá descubrir la identidad de su enemigo al cabo de dos semanas. Si no lo logra tendrá que suicidarse o cargar con la culpa de que un familiar muera a manos de R. Nada de lo que Ricky conocía mantendrá su statu quo y una hostil realidad se abalanzará sobre el doctor Starks con una vehemencia atroz, llevándolo a tomar decisiones extremas y de las que nunca se supuso capaz.
John Katzenbach sabe como escribir un thriller. La novela tiene mucha acción, mucho movimiento y también mucho suspense. Pero el autor no se queda solamente con lo superficial, porque El psicoanalista sirve para reflexionar sobre una serie de cuestiones, de la cuál la principal es «¿Qué harías para conservar tu vida?» La novela no es sino eso: una frenética carrera para sobrevivir, a pesar de que en el camino haya que abandonar muchas cosas: incluso la personalidad que uno intentó llevar durante años. Pese a que estructuralmente la novela se divide en tres partes, argumentalmente podemos separarla en dos secuencias bien diferenciadas, a partir de un punto pivote que demarcará el paso de Ricky Starks de victima a victimario y que es la decisión del doctor de “suicidarse”. Si durante la primera parte Ricky debió aceptar de manera sumisa y fatal el macabro juego del señor R, a partir de la segunda los papeles se invertirán completamente. Esto es importante, porque abandonar una vida supone crear otra, con la paralela necesidad de tener que crearse, asimismo, una nueva personalidad. Es un juego paradojal: un psicoanalista, que durante su carrera se encarga de resolver los conflictos de personalidad de sus pacientes, se ve obligado a tener que ser otra persona, hasta el punto de que la nueva vida sea mucho más cercana a lo que en verdad Ricky Starks quiso alguna vez querer ser. Y contra la tendencia general de los best-seller que suelen focalizar más en las acciones que en los personajes, El psicoanalista es, en gran parte, extrañamente introspectivo, porque intenta penetrar en la profundidad psicológica de Ricky Starks y de todos los cambios que ha de sufrir.
La venganza es uno de los temas importantes que ronda en el libro. Es el móvil del señor R para destruir a Ricky y a todos los que alguna vez no ayudaron a su depresiva madre. Esta venganza revelará también lo frágil que es la apacible realidad en la que estamos embebidos, y cómo, de modo muy sencillo, puede derrumbarse imprevistamente.
Pasando ahora a lo que es la forma, el estilo de Katzenbach, hay que decirlo, es una prosa algo modesta que por momentos adquiere matices de interesante tono poético, con algunas representaciones metafóricas más que respetables. El best-seller, se sabe, prefiere el argumento a la escritura. Katzenbach empareja un poco estas dos variables.
Acción, suspenso, misterio, un final más que interesante para una historia interesante son los elementos que componen a El psicoanalista, a cuyo autor debemos tener en cuenta si buscamos entretenernos con un buen best-seller.
Cuando uno se adentra en determinados círculos literarios, siempre supone que puede correr riesgos. Y acaso el círculo que circunscribe a los best-seller sea el que más sospechas genere. Temeroso de que lo que le prometen las ampulosas portadas, las vastas campañas publicitarias y los no menos atractivos títulos no se concrete en el plano de la lectura, a veces nos acercamos a dichos libros con prejuicios y falsas expectativas. John Katzenbach sea tal vez una excepción en este ámbito.
Para empezar, hay que hablar sobre el título que, como puede verse claramente no trata de conspiraciones teosóficas ni antiquísimos secretos milenarios. Todo lo contrario: apunta a pasar casi desapercibido, tan solo así El psicoanalista. Esta aparente sencillez externa, que se encarga de focalizarnos en lo que representará la figura principal de la novela, viene a desestabilizarle en el cuerpo del texto, presentando una intrincada historia que no es sino la batalla individual de un hombre por salvar su vida.
Frederick Starks es un ordinario psicoanalista de Nueva York en el que el tiempo fluye con una abrumadora rutina. Su tranquila vida profesional vendrá a destrozarse cuando una extraña carta amenazante le llegue a su consultorio. Esa carta será el punto de partida de lo que será un macabro juego entre el misterioso señor R y él, en el cual Ricky deberá descubrir la identidad de su enemigo al cabo de dos semanas. Si no lo logra tendrá que suicidarse o cargar con la culpa de que un familiar muera a manos de R. Nada de lo que Ricky conocía mantendrá su statu quo y una hostil realidad se abalanzará sobre el doctor Starks con una vehemencia atroz, llevándolo a tomar decisiones extremas y de las que nunca se supuso capaz.
John Katzenbach sabe como escribir un thriller. La novela tiene mucha acción, mucho movimiento y también mucho suspense. Pero el autor no se queda solamente con lo superficial, porque El psicoanalista sirve para reflexionar sobre una serie de cuestiones, de la cuál la principal es «¿Qué harías para conservar tu vida?» La novela no es sino eso: una frenética carrera para sobrevivir, a pesar de que en el camino haya que abandonar muchas cosas: incluso la personalidad que uno intentó llevar durante años. Pese a que estructuralmente la novela se divide en tres partes, argumentalmente podemos separarla en dos secuencias bien diferenciadas, a partir de un punto pivote que demarcará el paso de Ricky Starks de victima a victimario y que es la decisión del doctor de “suicidarse”. Si durante la primera parte Ricky debió aceptar de manera sumisa y fatal el macabro juego del señor R, a partir de la segunda los papeles se invertirán completamente. Esto es importante, porque abandonar una vida supone crear otra, con la paralela necesidad de tener que crearse, asimismo, una nueva personalidad. Es un juego paradojal: un psicoanalista, que durante su carrera se encarga de resolver los conflictos de personalidad de sus pacientes, se ve obligado a tener que ser otra persona, hasta el punto de que la nueva vida sea mucho más cercana a lo que en verdad Ricky Starks quiso alguna vez querer ser. Y contra la tendencia general de los best-seller que suelen focalizar más en las acciones que en los personajes, El psicoanalista es, en gran parte, extrañamente introspectivo, porque intenta penetrar en la profundidad psicológica de Ricky Starks y de todos los cambios que ha de sufrir.
La venganza es uno de los temas importantes que ronda en el libro. Es el móvil del señor R para destruir a Ricky y a todos los que alguna vez no ayudaron a su depresiva madre. Esta venganza revelará también lo frágil que es la apacible realidad en la que estamos embebidos, y cómo, de modo muy sencillo, puede derrumbarse imprevistamente.
Pasando ahora a lo que es la forma, el estilo de Katzenbach, hay que decirlo, es una prosa algo modesta que por momentos adquiere matices de interesante tono poético, con algunas representaciones metafóricas más que respetables. El best-seller, se sabe, prefiere el argumento a la escritura. Katzenbach empareja un poco estas dos variables.
Acción, suspenso, misterio, un final más que interesante para una historia interesante son los elementos que componen a El psicoanalista, a cuyo autor debemos tener en cuenta si buscamos entretenernos con un buen best-seller.
lunes, 10 de marzo de 2008
Palabra de autor
... Un dessein si funeste, S'il n'est digne d'Atrée, est digne de Thyeste.
Atreo, Crébillon (Citado por E. A Poe en La carta robada).
viernes, 7 de marzo de 2008
Haikus
El haiku es una forma de poesía tradicional procedente de las orientales tierras del Japón. Su estructura es muy sencilla: consta tan sólo de tres versos, el primero de los cuales debe poseer cinco sílabas; el segundo, siete; y el último cinco sílabas nuevamente. Es una poesía que se caracteriza por la síntesis, ya que el reducido espacio poético obliga a decir mucho con pocas palabras, lo que genera una concentración expresiva; y que resulta también en reflexiones poéticas rayantes en lo filosófico.
A continuación, van lo tímidos intentos de haikus de quien escribe:
El hombre bebe,
interminablemente,
su pus amoral.
Tienes la vida
no la desperdicies mal
como yo: muerto.
Observa el cielo
aprende de él algo:
ser infinito.
Habla contigo;
descubrirás lo mejor:
eres único.
Más allá del sol
verás la ocre verdad:
somos ínfimos.
Los libros arden mal
En Fahrenheit 451, Ray Bradbury traza una poética reflexión, en clave de sci-fi, sobre la relación entre los humanos y los libros.
Antes que nada, este artículo, como el lector ya habrá previsto, no es sobre la novela del escritor español Manuel Rivas, pero el título de ésta es una frase que perfectamente pudo haber dicho Guy Montag, el protagonista de la afamada obra del norteamericano Ray Bradbury, Fahrenheit 451.
Guy Montag es un bombero, y su misión no es precisamente apagar incendios. Todo lo contrario: es generarlos. Su finalidad no es otra que quemar libros, puesto que en la sociedad conformista en la cual habita, los libros están prohibidos, debido a que son origen de discordia y sufrimiento. Por eso hay que eliminarlos. Sin embargo, Guy no tardará en advertir que los libros son capaces de guardar cosas maravillosas, como los versos. Y a partir de allí se convertirá en un rebelde.
Guy Montag es un bombero, y su misión no es precisamente apagar incendios. Todo lo contrario: es generarlos. Su finalidad no es otra que quemar libros, puesto que en la sociedad conformista en la cual habita, los libros están prohibidos, debido a que son origen de discordia y sufrimiento. Por eso hay que eliminarlos. Sin embargo, Guy no tardará en advertir que los libros son capaces de guardar cosas maravillosas, como los versos. Y a partir de allí se convertirá en un rebelde.
Hablar de Fahrenheit 451 es hablar de muchas cosas a la vez. Es hablar de los perversos mecanismos de la censura, es hablar del amor por los libros, es hablar también del progresivo conformismo que va infectando a nuestras sociedades posmodernas. Todo eso da una idea general de lo que trata la obra de Bradbury, una novela de ciencia ficción (aquí me permitiré entrecomillar esta afirmación, porque el roce es tangencial: sólo el contexto es futurista, pero no es la típica cientifiction donde abundan las referencias propias del género, por más que haya un robot y autos transformables) que nos permite reflexionar hacia dónde nos encaminamos, porque las proféticas visiones del autor no podrían ser más acertadas en el mundo de hoy en día: autos de velocidad inaudita, enormes pantallas de televisión interactivas, pequeños “caracoles” que una vez insertados en los oídos permiten oír estaciones de radio, guerras relámpago con bombas que destruyen una ciudad en segundos, la creciente deshumanización de las sociedades. Y nada de libros. Porque los libros son “malos” y no hablan de nada, pues sólo dicen incoherencias. En suma, un mundo superficial que disfruta sólo de los efímeros instantes, del momento. Aunque, claro, siempre quedarán sujetos con espíritu romántico, como Montag, que indagarán en el cosmos que subyace debajo de lo que nos muestran, que cuestionarán el orden hegemónico y se lanzarán en una quijotesca cruzada por cambiar las cosas.
El estilo de Bradbury, al menos como lo veo, es decididamente ajeno al que flota sobre el de la ciencia-ficción en general, un género que, salvo casos excepcionales, no se caracteriza por ser demasiado “literario”. Bradbury es una de esas excepciones: su narración es abrumadoramente metafórica, con combinaciones verbales audaces; y por momentos, la técnica narrativa se convierte en desconcertante, sobre todo cuando intenta transmitirnos la angustia y confusión de los personajes. Es interesante además, la paulatina transformación psicológica de Montag, que primero disfruta quemando libros, y luego descubre que en realidad es una aberración, en medio de un entorno que no lo acompaña porque no es capaz de comprender el pensamiento de Guy.
La prosa que Bradbury es desalentadora y opresiva, acompaña perfectamente la sensación de soledad en un mundo trastocado, y la melancolía narrativa se traduce en una depresión perceptible, palpable.
En fin, Fahrenheit 451 constituye una estupenda novela que entretiene y obliga a reflexionar al mismo tiempo. Después de todo, eso la hace perdurable y clásica.
La prosa que Bradbury es desalentadora y opresiva, acompaña perfectamente la sensación de soledad en un mundo trastocado, y la melancolía narrativa se traduce en una depresión perceptible, palpable.
En fin, Fahrenheit 451 constituye una estupenda novela que entretiene y obliga a reflexionar al mismo tiempo. Después de todo, eso la hace perdurable y clásica.
jueves, 14 de febrero de 2008
Juego mortal
En “La tabla de Flandes”, Arturo Pérez-Reverte expone sus mejores dotes como novelista, armando una trama minuciosa que funciona como un lógico sistema de relojería.
Si debiéramos hallar una palabra para definir -al menos en términos generales- a la literatura de Pérez-Reverte (Cartagena, 1951) la palabra que surgiría de modo inevitable sería, sin dudas, enigma. Y eso no es casual, puesto que desde sus primeras obras (El maestro de esgrima, por ejemplo) los enigmas van trazando los caminos por los cuales irá discurriendo la trama de la novela. La tabla de Flandes puede considerarse una exacerbación de esta cualidad: el enigma, aquí, lo es todo (ya desde el mismo comienzo: “Un sobre es un enigma que contiene otros enigmas en su interior” dicen las primeras líneas). Es un paradigma de la novelística revertiana.
Lo que comienza siendo el misterio alrededor de una inscripción secreta en un cuadro flamenco del siglo XV, que conlleva una sorprendente revelación histórica velada bajo una complicada partida de ajedrez, virará luego hacia una serie de asesinatos que extrapolan esa misma partida al mundo real, donde las personas se identifican con piezas y donde los movimientos pueden decidir la vida o muerte de los participantes. Lo que se dice: una compleja maquinaria lógica en la que cada elemento tiene un punto muy particular en el cual encastrar, constituyéndose así la novela como un gran puzzle con precisión de relojería. Las pautas de los asesinatos las irán dando los diabólicos movimientos del vidrioso enemigo, y el ajedrez se yergue como uno de los grandes personajes de la obra.
Si hay algo importante en una novela de enigma, eso es su final, donde todo se relaciona de modo fáctico entre sí. Aquí puede decirse que es perfectamente coherente con el desarrollo de la trama, y también lógico: no hay resoluciones a contrapelo ni finales de absurda sorpresa. Ahora bien, la novela no contiene sólo misterio puesto que además nos ofrece medidas dosis de suspense que, combinadas con el enigma principal, dan forma a la estructura del thriller.
En materia de personajes, hay de todo y Pérez-Reverte no duda en dotarlos de variadas psicologías: Julia, una restauradora artística que oscila entre la niñez y la madurez; César, un anticuario homosexual refinado y de vasta cultura (alter ego de Reverte, podría decirse, exceptuando la condición sexual) que vive casi exclusivamente para cuidar de Julia, en una relación sumamente ambigua; Menchu, una ambiciosa negociante cocainómana; y Muñoz, el parco jugador de ajedrez, una máquina razonadora y analítica que tiene más vida dentro de un tablero que en la realidad.
En La tabla de Flandes se destila el evidente gusto del autor por el sabor de lo clásico: no faltan los datos eruditos, las citas y guiños literarios, las minuciosas descripciones de objetos antiguos y de cuadros. Y tal vez sea eso una de las mejores cualidades de la novelística de Pérez-Reverte: la combinación ideal entre literatura y mercado. El enigma como trama junto a una correcta y trabajada prosa logran hacer obras tremendamente disfrutables, que atrapan desde el principio y no sueltan al lector hasta el final, en una vorágine de lectura difícil de dejar: acaso sea el hechizo que provocan los buenos escritores.
Corazones contaminados
A través de una prosa fluida y sugerente, Javier Marías construye una lúcida novela sobre secretos familiares.
Hay novelas de misterio y novelas sobre secretos. Corazón tan blanco pertenece a éste último grupo, donde la palabra secreto la recorre de principio a fin, siempre siendo eso, el infranqueable arcano que rodea la vida pasada de Ranz, el padre de Juan Ranz, narrador de la novela.
El español Javier Marías (Madrid, 1951) fue el artífice de esta historia. Narrada en primera persona por el recientemente casado Juan Ranz, la novela se despliega ante todo como muy reflexiva, analítica incluso, gracias a las constantes e inteligentes digresiones del narrador que, en la mayoría de los casos, fluyen desde la íntima consciencia del personaje, muy dado a los juegos y combinaciones de palabras, la repetición de fragmentos idénticos en pasajes de distintos capítulos y a las interpretaciones metafísicas de la vida. Es destacable la capacidad de Marías para tomar una idea básica y luego irla dilatando más allá de los parámetros normales, invirtiendo términos, jugando magistralmente con el lenguaje para alcanzar una maximización expresiva que roza los límites de lo ensayístico y aún de lo filosófico.
Pero dijimos que Corazón tan blanco es una novela sobre secretos. Desde su casamiento, Juan tiene el incómodo “presentimiento del desastre” envolviendo su matrimonio, algo lo incomoda pero no sabe qué. Durante su viaje de bodas en Cuba será confundido por una mujer con una persona a la que él no conoce. Luego, escuchará la misteriosa conversación de ésta con un hombre en la habitación de al lado. Luego, el “hombre” aparecerá en Nueva York para reunirse con Berta, la amiga de Juan que lo aloja durante un tiempo mientras él trabaja. A todo eso se suma la intriga que siente Luisa (la esposa de Juan) por las mujeres que han pasado por la vida de Ranz padre (tres en total) y el misterio que rodea la tragedia familiar de la que él fue parte y que se yergue ahora como una sombra sobre Juan. Conversaciones inducidas o no queridas, escuchas furtivas, el hablar y el escuchar se convierten así en pilares en los cuales la historia se erige.
Todo ello constituye la esencia del secreto: cosas que se dicen pero tal vez no deberían decirse, o que se escuchan aunque no debieran escucharse, porque es peligroso escuchar, y compartir secretos es también hacer cómplice al otro al que se le confía, es contaminarlo con nuestro pasado y nuestras penas. Contar es también la única manera de que los hechos ocurridos no se difumen de la memoria, ya que lo que no se dice tampoco existe. El epígrafe que precede a la novela, tomado de Macbeth dice desde un inicio: “I shame to wear a heart so white”, me arrepiento de llevar un corazón tan blanco, lo que podría traducirse en tan puro, y al cual los secretos ajenos vienen a teñir con sus ocres realidades. Realidades que conllevan circunstanciales simetrías entre las diferentes vidas, puesto que Juan no puede evitar verse reflejado en ciertas escenas que no le son propias pero son como si lo fueran, en un juego especular que también tiene algo de perturbador. Por eso a veces es mejor no saber, o como le dice Ranz a su hijo en su fiesta de casamiento: “Sólo te digo una cosa: cuando tengas secretos, o si ya los tienes, no se los cuentes”.
miércoles, 23 de enero de 2008
Descenso a las tinieblas
A través del relato de Charles Marlow, “El corazón de las tinieblas” de Joseph Conrad, nos sumerge en el asfixiante universo de las tierras africanas.
Escrita en 1902, “El corazón de las tinieblas” se erige como una novela breve de aventuras. Al escritor polaco nacionalizado inglés, Joseph Conrad (1857-1924) le debemos esta meritoria narración que logra transmitir esa inefable sensación de mutación del ser humano, de la perpetua transformación de la personalidad.
El argumento, sintéticamente, consiste en la narración que Marlow les hace a sus compañeros marinos acerca de su visita a una perdida región africana con el fin de “rescatar” al agente Kurtz.
Escrita en 1902, “El corazón de las tinieblas” se erige como una novela breve de aventuras. Al escritor polaco nacionalizado inglés, Joseph Conrad (1857-1924) le debemos esta meritoria narración que logra transmitir esa inefable sensación de mutación del ser humano, de la perpetua transformación de la personalidad.
El argumento, sintéticamente, consiste en la narración que Marlow les hace a sus compañeros marinos acerca de su visita a una perdida región africana con el fin de “rescatar” al agente Kurtz.
Manejando una técnica narrativa adecuada para contar la historia del marinero Charles Marlow (utilización del relato enmarcado), el estilo de Conrad es notoriamente sólido y vigoroso, las frases se hilan con una cadencia que no decae en ningún momento y ante la cual presentimos inevitablemente que lo que estamos leyendo es literatura de la más pura. Abundan las metáforas y comparaciones; y sobre todo la saturada utilización de adjetivos, pues gran parte de la novela se sostiene en los dilatados pasajes descriptivos. Pero claro, no es la descripción per se sin ninguna finalidad literaria concreta (como podría ocurrir con Azorín y sus “novelas-detalle”) sino que es ampliamente necesaria para saber cómo la selva, ese monstruo animado, tal como se le figura al narrador, inflinge en el ser humano el miedo a lo desconocido.
La selva es, de hecho, el personaje que devora la novela. El foco narrativo, por supuesto, recae en Marlow y en el agente Kurtz, pero la densa selva africana, impenetrable y hostil, es quien se alza como el gran personaje: es ella la que logra corromper con sus dotes a las personas hasta la enajenación, personas que se hallan envueltas en una codicia depredadora por lo que África ofrece. La subjetividad del narrador nos la transmite como un ser bestial vívido y con voluntad. No otra cosa es lo que le ocurre a Kurtz, un empleado de la Compañía que tanto ha cambiado que ya no desea volver a la civilización, dado que se halla convertido en el reyezuelo de un grupo de salvajes que le adoran, dominante de una patria en tinieblas que acaso no existe.
“Todo fluye”, decía Heráclito. Y acaso, “El corazón de las tinieblas” sea una metáfora de ese continuo devenir, en donde todo cambia, excepto tal vez esas palabras débiles pero eternas que alcanza a balbucear Kurtz al morir: “¡Ah, el horror! ¡El horror!”.
La selva es, de hecho, el personaje que devora la novela. El foco narrativo, por supuesto, recae en Marlow y en el agente Kurtz, pero la densa selva africana, impenetrable y hostil, es quien se alza como el gran personaje: es ella la que logra corromper con sus dotes a las personas hasta la enajenación, personas que se hallan envueltas en una codicia depredadora por lo que África ofrece. La subjetividad del narrador nos la transmite como un ser bestial vívido y con voluntad. No otra cosa es lo que le ocurre a Kurtz, un empleado de la Compañía que tanto ha cambiado que ya no desea volver a la civilización, dado que se halla convertido en el reyezuelo de un grupo de salvajes que le adoran, dominante de una patria en tinieblas que acaso no existe.
“Todo fluye”, decía Heráclito. Y acaso, “El corazón de las tinieblas” sea una metáfora de ese continuo devenir, en donde todo cambia, excepto tal vez esas palabras débiles pero eternas que alcanza a balbucear Kurtz al morir: “¡Ah, el horror! ¡El horror!”.
Variación de las variaciones
Para no caer en la establecida rutina, es hora de actualizar el blog con nuevas cosas. Es por eso que hoy se inaugura una sección: Lecturas Críticas, que funcionará más que nada como un diario de lector en el cual estamparé análisis, críticas e impresiones acerca de los libros que iré leyendo.
Comenzamos nada menos que con un clásico de Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas.
martes, 8 de enero de 2008
Una visión del arte
Para dar sensación de vida, para sentir los objetos, para percibir que la piedra es piedra, existe eso que se llama arte. La finalidad del arte es dar una sensación del objeto como visión y no como reconocimiento; los procedimientos del arte son el de la singularización de los objetos, y el que consiste en oscurecer la forma, en aumentar la dificultad y la duración de la percepción. El acto de percepción es en arte un fin y debe ser prolongado.
El arte es un medio de experimentar el devenir del objeto: lo que ya está “realizado” no interesa para el arte.
V. SHKLOVSKIJ, El arte como artificio.
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