lunes, 8 de junio de 2009

Voces para un condenado

La lectura de La familia de Pascual Duarte revela una cadencia, un tono. Dicha respiración, repleta de fórmulas y giros orales, responde a una trasposición literaria del habla provinciana española. Cuando uno conversa con la novela, ese tratamiento familiar del lenguaje nos transporta hasta otra de las grandes obras de la prosa castellana: el Quijote. Pero ese no es el punto a tratar aquí. Lo que sorprende es que Pascual Duarte, personaje iletrado en el sentido tradicional del término, ve su voz narrativa invadida por otras múltiples voces, resonancias de un eco popular: Pascual escribe a través de lo que conoce mejor: el registro oral de su pueblo. De ahí la profusa presencia de refranes y dichos, y, justamente dentro de estas voces ajenas y apropiadas a la vez, es donde la voz propia se diluye y pierde. ¿A qué puede corresponder esta desaparición? Metafóricamente, podríamos arriesgar la siguiente respuesta: la escritura de Pascual Duarte es la representación textual de su condición como persona: perdido y olvidado entre la masa humana, intenta dar cuenta de sí mediante sus memorias.

lunes, 1 de junio de 2009

El espejo del recuerdo

Carlos Fuentes ha escrito en La muerte de Artemio Cruz, la transición de la memoria. Este concepto no sólo es el tema de la novela, sino que, a través de él, la trama construye su estructura formal. ¿Y por qué? ¿Qué hace de la memoria un factor tan importante? La respuesta es sencilla: la memoria es un espejo en el que podemos vernos a través del tiempo. Artemio Cruz está postrado, doliente, en una cama, es víctima de una enfermedad humillante: su cuerpo es su condena. ¿Cómo salirse se ese realidad frustrada y degradante? ¿Cómo retomar, reconquistar, los pretéritos tiempos de gloria, de éxito, de triunfo? La única arma disponible de Artemio es su mente, la subjetividad de su pensamiento, que no ha sido avasallado por la vejez. A través del recuerdo, podrá remontarse en la anacronía desordenada de sus días, para revivir, aunque sea allí, en los dominios recónditos de su mente, los hechos que significaron su vida. Progresivamente, la memoria irá trasmutando hasta el instante de la muerte que, en definitiva, es el último olvido y cristalizará en la escena donde, de un modo paralelo, Artemio Cruz nace y muere a un solo tiempo.

viernes, 24 de abril de 2009

Palabra de autor

El camino verdadero pasa por una cuerda, que no está extendida en alto sino sobre el suelo. Parece preparada más para hacer tropezar que para que se siga su rumbo.

A partir de cierto punto no hay retorno. Ese es el punto que hay que alcanzar.

El deber escolar eres tú. No se ve un alumno por ninguna parte.

Los cuervos afirman que un solo cuervo podría destruir los cielos.
Incuestionable es la cosa, pero no prueba nada contra el cielo, porque cielo significa precisamente la imposibilidad de los cuervos.

Por fortuna, la incoherencia del mundo parece ser de índole solamente cuantitativa.

Procura cooperar con el mundo en la lucha entre ti y el mundo.

Indivisible es la verdad. Por lo que no puede reconocerse por sí misma; para reconocerla hay que ser mentira.

¿Hay algo que puedas conocer que no sea ilusión? Si una ilusión se disipara no debes mirar o te convertirías en estatua de sal.

No es necesario que salgas de casa. Quédate a tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, espera solamente. Ni siquiera esperes, quédate solo y en silencio. El mundo llegará a ti para hacerse desenmascarar, no puede dejar de hacerlo, se prosternará extático a tus pies.
Kafka, Consideraciones acerca del pecado.

jueves, 26 de marzo de 2009

Formas del apetito

Yo creo que hay dos momentos, en la novela de Juan José Saer El entenado, que están conectados por una relación, por así llamarle, tácita, que no está explicitada pero flota implícitamente. Primero, encontramos el opulento y antropofágico banquete de los indios, que devoran con ansia pero también con un cierto halo de vergüenza el humano alimento. Luego, la orgía bacanal y desbocada que esos mismos indios concretan, abandonándose, arrastrados por una fuerza desconocida, a un placer sin forma y plural, igual a la carne que se cocina en las parrillas. ¿Qué hecho enlaza estas dos escenas excesivas? Me parece que hay un concepto que funciona como conexión: el apetito. Más aún, el apetito por la carne. Si primero los indios comen, ávidos, carne humana, después se ven abrasados por la fiebre hambrienta de la cópula, otra forma de apetito carnal. Este adjetivo, carnal, se despliega, así, en un doble sentido semántico: el, por llamarle de alguna manera, gastronómico o relativo a la comida, y el sexual. El correlato, entonces, se concreta en un nivel formal: son dos maneras diferentes de ejecutar el mismo hecho, que no es otro que saciar el apetito. Todavía más: el convite inicial anticipa la orgía posterior y, de algún modo, la resignifica en una relación catafórica. El apetito se convierte, pues, en una fuerza sin nombre, un dios secreto que exige su culto, irrefrenable, que llama desde su centro amorfo al periódico ritual de la carne, donde no existe el recato o la escrupulosidad que son características de quienes lo ejecutan: el apetito no es otra cosa que la metáfora de la autodestrucción y la decadencia.

jueves, 19 de marzo de 2009

La escritura es la conciencia

Si lo narrado en la novela de José Pablo Feinmann, La astucia de la razón, es la progresiva descomposición del sujeto conciente, la paulatina pero asimismo irrefrenable desintegración de la conciencia de Pablo Epstein, su escritura, su cuerpo verbal, debe darnos algún indicio de este proceso. Basta sólo con verlo: el narrador innominado de la novela, va desplegando su relato en extensas frases que, en vez de progresar (en vez de simular la progresiva desintegración de Epstein) se repliegan sobre, y en sí, mismas. Son oraciones que, enfáticamente, obsesivamente, compulsivamente, vuelven una y otra vez sobre lo mismo, se contraen hacia adentro, en una búsqueda endocéntrica. Las páginas pasan y pasan, se suceden una tras otras y las cosas que ocurren son muy pocas: cuatro amigos hablando sobre filosofía a la orilla del mar y las repetitivas sesiones de terapia de Pablo. La digresión, discursiva, literaria, filosófica, es llevada al máximo, las frases se dilatan pero en una continua reproducción circular, frases que, como la famosa serpiente ouróbora, se muerden la cola, se ciñen a lo que ya ha sido dicho para intentar solidificar o dilatar, al menos, eso mismo que se está desintegrando. En pocas palabras: la escritura, el estilo de La astucia de la razón, va a contramano de su temática, no para negarla, sino para evitarla.

viernes, 6 de marzo de 2009

Bolaño

¿De qué, entre muchas cosas, nos habla la voluminosa 2666? Del infierno. Más aún, del infierno aquí, en la tierra, como si la malevolencia infinita, la crueldad abominable, hubiese aflorado con su ominoso relente en la desgraciada ciudad de Santa Teresa. Santa Teresa que, con su tierra anegada de cadáveres, es el punto de unión, de contacto, de todas las múltiples historias que cruzan 2666. El que el lugar esté rodeado de desierto, de una yerma esencialidad, es un indicio topográfico de que el averno es real, ostensible. ¿Cómo transmitir esa sensación? Mediante una medida frialdad. La fluida voz narrativa de Bolaño debe ser distante, naturalmente objetiva, aunque familiar, con el universo que describe, debe optar por la sapiente lejanía del forense que realiza una autopsia, la realidad ficcional es un objeto de estudio: demasiada cercanía o identificación nos haría caer en las manipuladoras y efectistas facilidades de la sensiblería. El infierno debe ser visto desde lejos, la vorágine mortal debe ser analizada racionalmente, aunque no sea entendida. Una cosa no implica necesariamente la otra, porque el mal no puede ser comprendido. Por eso el judicial Márquez, ante la malévola y anónima presencia fantasmática que ahoga a la ciudad, le dice al periodista Sergio González que no le intente buscar una explicación lógica a los terribles feminicidios. Por eso Márquez dice, sin esperanza: “Esto es una mierda, ésa es la única explicación”

¿Qué es amor?

Amor es un anagrama de Roma.

viernes, 20 de febrero de 2009

Piglia: Callar lo que se narra

Respiración artificial es una gran novela, por muchas razones. Por su estilo, por su lenguaje, universal y argentino al mismo tiempo, por su técnica narrativa, por su delicioso desarrollo y lúcidas digresiones. Ahora bien, hay un enigma medular dentro de esta obra qué de ningún modo, jamás, se resuelve. Renzi, y con él nosotros, quiere conocer a su tío. Y el tío es, precisamente, el único personaje ausente de la novela, cuya presencia flota en el ambiente pero nunca se cristaliza. ¿Cómo resuelve el problema Piglia? Mediante la expansión amplificada del relato y la licuefacción de la historia. La multiplicidad y transposición de narradores, la masa verbal, el mar de palabras, en resumen, la superficie del texto se encarga de silenciar lo que se cuenta. Nos desvía hacia otras zonas del relato tangenciales que se tornan centrales para disimular lo que se nos debería estar contando. Los personajes hablan, discuten sobre literatura, para evitar, para sortear el compromiso de hablar acerca de la misteriosa persona, porque como dice Tardewski “(…) si hemos hablado tanto, si hemos hablado toda la noche, fue para no hablar, o sea, para no decir nada sobre él, sobre el Profesor”. El texto es, entonces, una metáfora de la ausencia.

jueves, 12 de febrero de 2009

Camus

He estado leyendo El extranjero. Una novela terrible, en el sentido moral de la palabra. Ahí, en sus páginas, no hay más que frialdades absolutas, ahí las emociones se difuman en el océano impasible de la indiferencia (me tomado el trabajo de contar cuántas veces aparece la palabra indiferente: nueve, en total, lo cual es bastante para un vocablo de tal índole y una obra relativamente breve). Camus crea en Meursault un narrador que, a través de su apática y sincrética primera persona (mediante una prosa poética y rica, fuertemente expresionista), nos transmite la neutralización total de los sentimientos, ninguna emoción es, entonces, posible: ni hacia su madre muerta, ni hacia María o hacia sus compañeros. El universo algo distante y opaco de El extranjero plantea una realidad en la que no se puede ser feliz, pues todo se reduce a la habituación y a un superficial contento. Aquí, como en La tierra baldía, de Eliot, las relaciones interpersonales son estériles, se han anulado porque nos hay sentimientos que las conecten.

Kafka

Hay que cuidarse de la aparente, vidriosa, sencillez de la prosa kafkiana, de su despojamiento, de su distanciada frialdad. Su estilo es, prácticamente, no tener estilo, no dejar marcas textuales que puedan revelar una individualidad. Kafka apunta a neutralizar el lenguaje, a manipular las palabras de manera inorgánica. Y nada hay de inocente en ello, porque todo texto crea su sentido, también, en base a la forma. La máquina formal de Kafka remite a un universo impersonal, objetivo, alejado, casi como si el narrador fuera un diseccionador de lo humano, un anatomista de la realidad, un ente externo que observa el absurdo y escribe su informe de la situación. Informe, ente, objetividad, absurdo: cuatro términos que, conjugados entre sí, nos revelan que la prosa de Kafka es la prosa anónima de lo que supera al individuo. La prosa burocrática y cristalina cuya transparencia da cuenta de la absurdidad del mundo, a través de la cual todo se pospone hacia el infinito, a través de la cual el hombre es incapaz de comprender los hechos que lo rodean. Delante, entonces, en la superficie, el texto, la masa de palabras. Detrás, en lo profundo, la conciencia innominada y omnisciente de lo plural e innominado.