Carlos Fuentes ha escrito en La muerte de Artemio Cruz, la transición de la memoria. Este concepto no sólo es el tema de la novela, sino que, a través de él, la trama construye su estructura formal. ¿Y por qué? ¿Qué hace de la memoria un factor tan importante? La respuesta es sencilla: la memoria es un espejo en el que podemos vernos a través del tiempo. Artemio Cruz está postrado, doliente, en una cama, es víctima de una enfermedad humillante: su cuerpo es su condena. ¿Cómo salirse se ese realidad frustrada y degradante? ¿Cómo retomar, reconquistar, los pretéritos tiempos de gloria, de éxito, de triunfo? La única arma disponible de Artemio es su mente, la subjetividad de su pensamiento, que no ha sido avasallado por la vejez. A través del recuerdo, podrá remontarse en la anacronía desordenada de sus días, para revivir, aunque sea allí, en los dominios recónditos de su mente, los hechos que significaron su vida. Progresivamente, la memoria irá trasmutando hasta el instante de la muerte que, en definitiva, es el último olvido y cristalizará en la escena donde, de un modo paralelo, Artemio Cruz nace y muere a un solo tiempo.
lunes, 1 de junio de 2009
viernes, 24 de abril de 2009
Palabra de autor
El camino verdadero pasa por una cuerda, que no está extendida en alto sino sobre el suelo. Parece preparada más para hacer tropezar que para que se siga su rumbo.
A partir de cierto punto no hay retorno. Ese es el punto que hay que alcanzar.
El deber escolar eres tú. No se ve un alumno por ninguna parte.
Los cuervos afirman que un solo cuervo podría destruir los cielos.
Incuestionable es la cosa, pero no prueba nada contra el cielo, porque cielo significa precisamente la imposibilidad de los cuervos.
Por fortuna, la incoherencia del mundo parece ser de índole solamente cuantitativa.
Procura cooperar con el mundo en la lucha entre ti y el mundo.
Indivisible es la verdad. Por lo que no puede reconocerse por sí misma; para reconocerla hay que ser mentira.
¿Hay algo que puedas conocer que no sea ilusión? Si una ilusión se disipara no debes mirar o te convertirías en estatua de sal.
No es necesario que salgas de casa. Quédate a tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, espera solamente. Ni siquiera esperes, quédate solo y en silencio. El mundo llegará a ti para hacerse desenmascarar, no puede dejar de hacerlo, se prosternará extático a tus pies.
A partir de cierto punto no hay retorno. Ese es el punto que hay que alcanzar.
El deber escolar eres tú. No se ve un alumno por ninguna parte.
Los cuervos afirman que un solo cuervo podría destruir los cielos.
Incuestionable es la cosa, pero no prueba nada contra el cielo, porque cielo significa precisamente la imposibilidad de los cuervos.
Por fortuna, la incoherencia del mundo parece ser de índole solamente cuantitativa.
Procura cooperar con el mundo en la lucha entre ti y el mundo.
Indivisible es la verdad. Por lo que no puede reconocerse por sí misma; para reconocerla hay que ser mentira.
¿Hay algo que puedas conocer que no sea ilusión? Si una ilusión se disipara no debes mirar o te convertirías en estatua de sal.
No es necesario que salgas de casa. Quédate a tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, espera solamente. Ni siquiera esperes, quédate solo y en silencio. El mundo llegará a ti para hacerse desenmascarar, no puede dejar de hacerlo, se prosternará extático a tus pies.
Kafka, Consideraciones acerca del pecado.
jueves, 26 de marzo de 2009
Formas del apetito
Yo creo que hay dos momentos, en la novela de Juan José Saer El entenado, que están conectados por una relación, por así llamarle, tácita, que no está explicitada pero flota implícitamente. Primero, encontramos el opulento y antropofágico banquete de los indios, que devoran con ansia pero también con un cierto halo de vergüenza el humano alimento. Luego, la orgía bacanal y desbocada que esos mismos indios concretan, abandonándose, arrastrados por una fuerza desconocida, a un placer sin forma y plural, igual a la carne que se cocina en las parrillas. ¿Qué hecho enlaza estas dos escenas excesivas? Me parece que hay un concepto que funciona como conexión: el apetito. Más aún, el apetito por la carne. Si primero los indios comen, ávidos, carne humana, después se ven abrasados por la fiebre hambrienta de la cópula, otra forma de apetito carnal. Este adjetivo, carnal, se despliega, así, en un doble sentido semántico: el, por llamarle de alguna manera, gastronómico o relativo a la comida, y el sexual. El correlato, entonces, se concreta en un nivel formal: son dos maneras diferentes de ejecutar el mismo hecho, que no es otro que saciar el apetito. Todavía más: el convite inicial anticipa la orgía posterior y, de algún modo, la resignifica en una relación catafórica. El apetito se convierte, pues, en una fuerza sin nombre, un dios secreto que exige su culto, irrefrenable, que llama desde su centro amorfo al periódico ritual de la carne, donde no existe el recato o la escrupulosidad que son características de quienes lo ejecutan: el apetito no es otra cosa que la metáfora de la autodestrucción y la decadencia.
jueves, 19 de marzo de 2009
La escritura es la conciencia
Si lo narrado en la novela de José Pablo Feinmann, La astucia de la razón, es la progresiva descomposición del sujeto conciente, la paulatina pero asimismo irrefrenable desintegración de la conciencia de Pablo Epstein, su escritura, su cuerpo verbal, debe darnos algún indicio de este proceso. Basta sólo con verlo: el narrador innominado de la novela, va desplegando su relato en extensas frases que, en vez de progresar (en vez de simular la progresiva desintegración de Epstein) se repliegan sobre, y en sí, mismas. Son oraciones que, enfáticamente, obsesivamente, compulsivamente, vuelven una y otra vez sobre lo mismo, se contraen hacia adentro, en una búsqueda endocéntrica. Las páginas pasan y pasan, se suceden una tras otras y las cosas que ocurren son muy pocas: cuatro amigos hablando sobre filosofía a la orilla del mar y las repetitivas sesiones de terapia de Pablo. La digresión, discursiva, literaria, filosófica, es llevada al máximo, las frases se dilatan pero en una continua reproducción circular, frases que, como la famosa serpiente ouróbora, se muerden la cola, se ciñen a lo que ya ha sido dicho para intentar solidificar o dilatar, al menos, eso mismo que se está desintegrando. En pocas palabras: la escritura, el estilo de La astucia de la razón, va a contramano de su temática, no para negarla, sino para evitarla.
viernes, 6 de marzo de 2009
Bolaño
¿De qué, entre muchas cosas, nos habla la voluminosa 2666? Del infierno. Más aún, del infierno aquí, en la tierra, como si la malevolencia infinita, la crueldad abominable, hubiese aflorado con su ominoso relente en la desgraciada ciudad de Santa Teresa. Santa Teresa que, con su tierra anegada de cadáveres, es el punto de unión, de contacto, de todas las múltiples historias que cruzan 2666. El que el lugar esté rodeado de desierto, de una yerma esencialidad, es un indicio topográfico de que el averno es real, ostensible. ¿Cómo transmitir esa sensación? Mediante una medida frialdad. La fluida voz narrativa de Bolaño debe ser distante, naturalmente objetiva, aunque familiar, con el universo que describe, debe optar por la sapiente lejanía del forense que realiza una autopsia, la realidad ficcional es un objeto de estudio: demasiada cercanía o identificación nos haría caer en las manipuladoras y efectistas facilidades de la sensiblería. El infierno debe ser visto desde lejos, la vorágine mortal debe ser analizada racionalmente, aunque no sea entendida. Una cosa no implica necesariamente la otra, porque el mal no puede ser comprendido. Por eso el judicial Márquez, ante la malévola y anónima presencia fantasmática que ahoga a la ciudad, le dice al periodista Sergio González que no le intente buscar una explicación lógica a los terribles feminicidios. Por eso Márquez dice, sin esperanza: “Esto es una mierda, ésa es la única explicación”
viernes, 20 de febrero de 2009
Piglia: Callar lo que se narra
Respiración artificial es una gran novela, por muchas razones. Por su estilo, por su lenguaje, universal y argentino al mismo tiempo, por su técnica narrativa, por su delicioso desarrollo y lúcidas digresiones. Ahora bien, hay un enigma medular dentro de esta obra qué de ningún modo, jamás, se resuelve. Renzi, y con él nosotros, quiere conocer a su tío. Y el tío es, precisamente, el único personaje ausente de la novela, cuya presencia flota en el ambiente pero nunca se cristaliza. ¿Cómo resuelve el problema Piglia? Mediante la expansión amplificada del relato y la licuefacción de la historia. La multiplicidad y transposición de narradores, la masa verbal, el mar de palabras, en resumen, la superficie del texto se encarga de silenciar lo que se cuenta. Nos desvía hacia otras zonas del relato tangenciales que se tornan centrales para disimular lo que se nos debería estar contando. Los personajes hablan, discuten sobre literatura, para evitar, para sortear el compromiso de hablar acerca de la misteriosa persona, porque como dice Tardewski “(…) si hemos hablado tanto, si hemos hablado toda la noche, fue para no hablar, o sea, para no decir nada sobre él, sobre el Profesor”. El texto es, entonces, una metáfora de la ausencia.
jueves, 12 de febrero de 2009
Camus
He estado leyendo El extranjero. Una novela terrible, en el sentido moral de la palabra. Ahí, en sus páginas, no hay más que frialdades absolutas, ahí las emociones se difuman en el océano impasible de la indiferencia (me tomado el trabajo de contar cuántas veces aparece la palabra indiferente: nueve, en total, lo cual es bastante para un vocablo de tal índole y una obra relativamente breve). Camus crea en Meursault un narrador que, a través de su apática y sincrética primera persona (mediante una prosa poética y rica, fuertemente expresionista), nos transmite la neutralización total de los sentimientos, ninguna emoción es, entonces, posible: ni hacia su madre muerta, ni hacia María o hacia sus compañeros. El universo algo distante y opaco de El extranjero plantea una realidad en la que no se puede ser feliz, pues todo se reduce a la habituación y a un superficial contento. Aquí, como en La tierra baldía, de Eliot, las relaciones interpersonales son estériles, se han anulado porque nos hay sentimientos que las conecten.
Kafka
Hay que cuidarse de la aparente, vidriosa, sencillez de la prosa kafkiana, de su despojamiento, de su distanciada frialdad. Su estilo es, prácticamente, no tener estilo, no dejar marcas textuales que puedan revelar una individualidad. Kafka apunta a neutralizar el lenguaje, a manipular las palabras de manera inorgánica. Y nada hay de inocente en ello, porque todo texto crea su sentido, también, en base a la forma. La máquina formal de Kafka remite a un universo impersonal, objetivo, alejado, casi como si el narrador fuera un diseccionador de lo humano, un anatomista de la realidad, un ente externo que observa el absurdo y escribe su informe de la situación. Informe, ente, objetividad, absurdo: cuatro términos que, conjugados entre sí, nos revelan que la prosa de Kafka es la prosa anónima de lo que supera al individuo. La prosa burocrática y cristalina cuya transparencia da cuenta de la absurdidad del mundo, a través de la cual todo se pospone hacia el infinito, a través de la cual el hombre es incapaz de comprender los hechos que lo rodean. Delante, entonces, en la superficie, el texto, la masa de palabras. Detrás, en lo profundo, la conciencia innominada y omnisciente de lo plural e innominado.
martes, 13 de enero de 2009
Una visión de la muerte
Está, por decirlo así, ahí, exactamente frente a él, erguida en una ostensible, comprobable facticidad que, sin embargo, puede, o no, ser también un engaño, ha encarnado, de pronto, en el liviano cuerpo que, se presupone, es la esencia del umbroso país del que, por acción de algún arte secreto, ha venido para estar justo frente a él y, por ahora, en este instante, de eso estamos seguros, ante nadie más. Con objetividad, no puede decirse que sea hombre o mujer: la decadente mirada ha sido borrada por la eternidad; el rostro, enjuto, con la piel como adherida a la osificada faz, demuestra una gravedad andrógina, cuya clasificación genérica está por fuera de toda taxonomía y, acaso, eso convenga, por su teatralidad, a la seriedad de la escena que estamos viendo. El vestido, o traje, o abstracta vestimenta, según como queramos llamarlo, de acuerdo a la indescifrable cualidad que antes mencionamos, se eleva como flotando en un hálito imposible, es arremetido por un denso, calamitoso viento oracular que, sumado a la característica de vaporosa naturaleza que posee la prenda, la hace danzar estáticamente en un arremolinamiento general. Sobre la cabeza, cubriendo parte de la frente, un retazo de tela que le otorga un aura de compleja oscuridad. En la mano izquierda, cayendo hacia el suelo, si es que hay un suelo hacia el cual caer, o proyectándose, más bien, una hoz milenaria, segmentada luna de plata, se extiende como una orgánica prolongación de su ser, herramienta de trabajo fatal, lacerante cuchillo de la vida, alterador del orden vital que fue, o será, usado para, con toda la frialdad que le corresponde, segar el hilo de la existencia. Él la mira, o lo mira, y ella o él está mirándolo a él, pero como perdidamente y de modo oblicuo, con los ojos sumidos en una vaguedad abisal y abominable, un hundimiento cavernoso que viene como a simbolizar la nada, o el todo, depende de cómo se lo interprete. Él la mira, o lo mira, y de pronto la imagen lo subyuga, la tensa quietud del ser se dilata en una perturbadora concreción que altera, o modifica, el sentido del mundo, porque una cosa es imaginarla, o imaginarlo, haciendo un ponderado y legítimo uso de la creatividad y la imaginación, diseñando mentalmente la representación que le dé vida, de alguna u otra manera, pero ahora nada hay que hacer, porque ella, o él, está ahí, expectante, como esperando, lejano e indeterminado, el sonido del tiempo que acaso nunca llegará. Él la mira, o lo mira, y trata de entenderla, o entenderlo, según se ha dicho. No lo logra, pues ella, o él, está más allá de cualquier entendimiento humano, está plus ultra de cualquier aprehensión interpretativa, a pesar de que es, en apariencia, humana su esencia, o sustancia, de acuerdo a una postura, si se quiere, aristotélica, y humana su forma, notable paridad ésta entre forma y fondo, que, sin embargo, se aniquila cuando conocemos, o pretendemos conocer, su ultraterrena naturaleza. Decir ultraterrena es entrar en el universo de lo puramente especulativo, de lo escatológico -y, entiéndase bien, este concepto lo utilizamos según la vertiente griega que significa estudio de lo último- o si se prefiere, es salir, eso depende de la perspectiva, del campo de lo real, que ni siquiera sabemos bien qué constituye. De todas maneras, sí sabemos qué no es, que no pertenece, a este mundo, sino a cualquier otro de los que componen esta estructura infinita y multifacética que llamamos universo. Lo importante, sin embargo, es que está frente a él, que lo mira, aunque sea lateralmente, y que, sea lo que sea, es maravilloso y terrible al mismo tiempo, como un secreto milagro atroz. No se mueve, no puede moverse. Ella, o él, está ahí, de modo muy estático, en la incontrovertible parálisis del tiempo. Está, ella o él, ahí, en la quietud del papel. Él, con pesada convicción, cierra el antiguo libro, y las páginas, oxidadas por los años, se clausuran sobre si mismas con un tosco, sordo, quejido seco.
Mañana, si tiene tiempo, volverá a echarle otra mirada al grabado.
Mañana, si tiene tiempo, volverá a echarle otra mirada al grabado.
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