viernes, 7 de marzo de 2008

Los libros arden mal

En Fahrenheit 451, Ray Bradbury traza una poética reflexión, en clave de sci-fi, sobre la relación entre los humanos y los libros.
Antes que nada, este artículo, como el lector ya habrá previsto, no es sobre la novela del escritor español Manuel Rivas, pero el título de ésta es una frase que perfectamente pudo haber dicho Guy Montag, el protagonista de la afamada obra del norteamericano Ray Bradbury, Fahrenheit 451.
Guy Montag es un bombero, y su misión no es precisamente apagar incendios. Todo lo contrario: es generarlos. Su finalidad no es otra que quemar libros, puesto que en la sociedad conformista en la cual habita, los libros están prohibidos, debido a que son origen de discordia y sufrimiento. Por eso hay que eliminarlos. Sin embargo, Guy no tardará en advertir que los libros son capaces de guardar cosas maravillosas, como los versos. Y a partir de allí se convertirá en un rebelde.
Hablar de Fahrenheit 451 es hablar de muchas cosas a la vez. Es hablar de los perversos mecanismos de la censura, es hablar del amor por los libros, es hablar también del progresivo conformismo que va infectando a nuestras sociedades posmodernas. Todo eso da una idea general de lo que trata la obra de Bradbury, una novela de ciencia ficción (aquí me permitiré entrecomillar esta afirmación, porque el roce es tangencial: sólo el contexto es futurista, pero no es la típica cientifiction donde abundan las referencias propias del género, por más que haya un robot y autos transformables) que nos permite reflexionar hacia dónde nos encaminamos, porque las proféticas visiones del autor no podrían ser más acertadas en el mundo de hoy en día: autos de velocidad inaudita, enormes pantallas de televisión interactivas, pequeños “caracoles” que una vez insertados en los oídos permiten oír estaciones de radio, guerras relámpago con bombas que destruyen una ciudad en segundos, la creciente deshumanización de las sociedades. Y nada de libros. Porque los libros son “malos” y no hablan de nada, pues sólo dicen incoherencias. En suma, un mundo superficial que disfruta sólo de los efímeros instantes, del momento. Aunque, claro, siempre quedarán sujetos con espíritu romántico, como Montag, que indagarán en el cosmos que subyace debajo de lo que nos muestran, que cuestionarán el orden hegemónico y se lanzarán en una quijotesca cruzada por cambiar las cosas.
El estilo de Bradbury, al menos como lo veo, es decididamente ajeno al que flota sobre el de la ciencia-ficción en general, un género que, salvo casos excepcionales, no se caracteriza por ser demasiado “literario”. Bradbury es una de esas excepciones: su narración es abrumadoramente metafórica, con combinaciones verbales audaces; y por momentos, la técnica narrativa se convierte en desconcertante, sobre todo cuando intenta transmitirnos la angustia y confusión de los personajes. Es interesante además, la paulatina transformación psicológica de Montag, que primero disfruta quemando libros, y luego descubre que en realidad es una aberración, en medio de un entorno que no lo acompaña porque no es capaz de comprender el pensamiento de Guy.
La prosa que Bradbury es desalentadora y opresiva, acompaña perfectamente la sensación de soledad en un mundo trastocado, y la melancolía narrativa se traduce en una depresión perceptible, palpable.
En fin, Fahrenheit 451 constituye una estupenda novela que entretiene y obliga a reflexionar al mismo tiempo. Después de todo, eso la hace perdurable y clásica.

jueves, 14 de febrero de 2008

Juego mortal

En “La tabla de Flandes”, Arturo Pérez-Reverte expone sus mejores dotes como novelista, armando una trama minuciosa que funciona como un lógico sistema de relojería.
Si debiéramos hallar una palabra para definir -al menos en términos generales- a la literatura de Pérez-Reverte (Cartagena, 1951) la palabra que surgiría de modo inevitable sería, sin dudas, enigma. Y eso no es casual, puesto que desde sus primeras obras (El maestro de esgrima, por ejemplo) los enigmas van trazando los caminos por los cuales irá discurriendo la trama de la novela. La tabla de Flandes puede considerarse una exacerbación de esta cualidad: el enigma, aquí, lo es todo (ya desde el mismo comienzo: “Un sobre es un enigma que contiene otros enigmas en su interior” dicen las primeras líneas). Es un paradigma de la novelística revertiana.
Lo que comienza siendo el misterio alrededor de una inscripción secreta en un cuadro flamenco del siglo XV, que conlleva una sorprendente revelación histórica velada bajo una complicada partida de ajedrez, virará luego hacia una serie de asesinatos que extrapolan esa misma partida al mundo real, donde las personas se identifican con piezas y donde los movimientos pueden decidir la vida o muerte de los participantes. Lo que se dice: una compleja maquinaria lógica en la que cada elemento tiene un punto muy particular en el cual encastrar, constituyéndose así la novela como un gran puzzle con precisión de relojería. Las pautas de los asesinatos las irán dando los diabólicos movimientos del vidrioso enemigo, y el ajedrez se yergue como uno de los grandes personajes de la obra.
Si hay algo importante en una novela de enigma, eso es su final, donde todo se relaciona de modo fáctico entre sí. Aquí puede decirse que es perfectamente coherente con el desarrollo de la trama, y también lógico: no hay resoluciones a contrapelo ni finales de absurda sorpresa. Ahora bien, la novela no contiene sólo misterio puesto que además nos ofrece medidas dosis de suspense que, combinadas con el enigma principal, dan forma a la estructura del thriller.
En materia de personajes, hay de todo y Pérez-Reverte no duda en dotarlos de variadas psicologías: Julia, una restauradora artística que oscila entre la niñez y la madurez; César, un anticuario homosexual refinado y de vasta cultura (alter ego de Reverte, podría decirse, exceptuando la condición sexual) que vive casi exclusivamente para cuidar de Julia, en una relación sumamente ambigua; Menchu, una ambiciosa negociante cocainómana; y Muñoz, el parco jugador de ajedrez, una máquina razonadora y analítica que tiene más vida dentro de un tablero que en la realidad.
En La tabla de Flandes se destila el evidente gusto del autor por el sabor de lo clásico: no faltan los datos eruditos, las citas y guiños literarios, las minuciosas descripciones de objetos antiguos y de cuadros. Y tal vez sea eso una de las mejores cualidades de la novelística de Pérez-Reverte: la combinación ideal entre literatura y mercado. El enigma como trama junto a una correcta y trabajada prosa logran hacer obras tremendamente disfrutables, que atrapan desde el principio y no sueltan al lector hasta el final, en una vorágine de lectura difícil de dejar: acaso sea el hechizo que provocan los buenos escritores.

Corazones contaminados

A través de una prosa fluida y sugerente, Javier Marías construye una lúcida novela sobre secretos familiares.
Hay novelas de misterio y novelas sobre secretos. Corazón tan blanco pertenece a éste último grupo, donde la palabra secreto la recorre de principio a fin, siempre siendo eso, el infranqueable arcano que rodea la vida pasada de Ranz, el padre de Juan Ranz, narrador de la novela.
El español Javier Marías (Madrid, 1951) fue el artífice de esta historia. Narrada en primera persona por el recientemente casado Juan Ranz, la novela se despliega ante todo como muy reflexiva, analítica incluso, gracias a las constantes e inteligentes digresiones del narrador que, en la mayoría de los casos, fluyen desde la íntima consciencia del personaje, muy dado a los juegos y combinaciones de palabras, la repetición de fragmentos idénticos en pasajes de distintos capítulos y a las interpretaciones metafísicas de la vida. Es destacable la capacidad de Marías para tomar una idea básica y luego irla dilatando más allá de los parámetros normales, invirtiendo términos, jugando magistralmente con el lenguaje para alcanzar una maximización expresiva que roza los límites de lo ensayístico y aún de lo filosófico.
Pero dijimos que Corazón tan blanco es una novela sobre secretos. Desde su casamiento, Juan tiene el incómodo “presentimiento del desastre” envolviendo su matrimonio, algo lo incomoda pero no sabe qué. Durante su viaje de bodas en Cuba será confundido por una mujer con una persona a la que él no conoce. Luego, escuchará la misteriosa conversación de ésta con un hombre en la habitación de al lado. Luego, el “hombre” aparecerá en Nueva York para reunirse con Berta, la amiga de Juan que lo aloja durante un tiempo mientras él trabaja. A todo eso se suma la intriga que siente Luisa (la esposa de Juan) por las mujeres que han pasado por la vida de Ranz padre (tres en total) y el misterio que rodea la tragedia familiar de la que él fue parte y que se yergue ahora como una sombra sobre Juan. Conversaciones inducidas o no queridas, escuchas furtivas, el hablar y el escuchar se convierten así en pilares en los cuales la historia se erige.
Todo ello constituye la esencia del secreto: cosas que se dicen pero tal vez no deberían decirse, o que se escuchan aunque no debieran escucharse, porque es peligroso escuchar, y compartir secretos es también hacer cómplice al otro al que se le confía, es contaminarlo con nuestro pasado y nuestras penas. Contar es también la única manera de que los hechos ocurridos no se difumen de la memoria, ya que lo que no se dice tampoco existe. El epígrafe que precede a la novela, tomado de Macbeth dice desde un inicio: “I shame to wear a heart so white”, me arrepiento de llevar un corazón tan blanco, lo que podría traducirse en tan puro, y al cual los secretos ajenos vienen a teñir con sus ocres realidades. Realidades que conllevan circunstanciales simetrías entre las diferentes vidas, puesto que Juan no puede evitar verse reflejado en ciertas escenas que no le son propias pero son como si lo fueran, en un juego especular que también tiene algo de perturbador. Por eso a veces es mejor no saber, o como le dice Ranz a su hijo en su fiesta de casamiento: “Sólo te digo una cosa: cuando tengas secretos, o si ya los tienes, no se los cuentes”.

miércoles, 23 de enero de 2008

Descenso a las tinieblas

A través del relato de Charles Marlow, “El corazón de las tinieblas” de Joseph Conrad, nos sumerge en el asfixiante universo de las tierras africanas.

Escrita en 1902, “El corazón de las tinieblas” se erige como una novela breve de aventuras. Al escritor polaco nacionalizado inglés, Joseph Conrad (1857-1924) le debemos esta meritoria narración que logra transmitir esa inefable sensación de mutación del ser humano, de la perpetua transformación de la personalidad.
El argumento, sintéticamente, consiste en la narración que Marlow les hace a sus compañeros marinos acerca de su visita a una perdida región africana con el fin de “rescatar” al agente Kurtz.
Manejando una técnica narrativa adecuada para contar la historia del marinero Charles Marlow (utilización del relato enmarcado), el estilo de Conrad es notoriamente sólido y vigoroso, las frases se hilan con una cadencia que no decae en ningún momento y ante la cual presentimos inevitablemente que lo que estamos leyendo es literatura de la más pura. Abundan las metáforas y comparaciones; y sobre todo la saturada utilización de adjetivos, pues gran parte de la novela se sostiene en los dilatados pasajes descriptivos. Pero claro, no es la descripción per se sin ninguna finalidad literaria concreta (como podría ocurrir con Azorín y sus “novelas-detalle”) sino que es ampliamente necesaria para saber cómo la selva, ese monstruo animado, tal como se le figura al narrador, inflinge en el ser humano el miedo a lo desconocido.
La selva es, de hecho, el personaje que devora la novela. El foco narrativo, por supuesto, recae en Marlow y en el agente Kurtz, pero la densa selva africana, impenetrable y hostil, es quien se alza como el gran personaje: es ella la que logra corromper con sus dotes a las personas hasta la enajenación, personas que se hallan envueltas en una codicia depredadora por lo que África ofrece. La subjetividad del narrador nos la transmite como un ser bestial vívido y con voluntad. No otra cosa es lo que le ocurre a Kurtz, un empleado de la Compañía que tanto ha cambiado que ya no desea volver a la civilización, dado que se halla convertido en el reyezuelo de un grupo de salvajes que le adoran, dominante de una patria en tinieblas que acaso no existe.
Todo fluye”, decía Heráclito. Y acaso, “El corazón de las tinieblas” sea una metáfora de ese continuo devenir, en donde todo cambia, excepto tal vez esas palabras débiles pero eternas que alcanza a balbucear Kurtz al morir: “¡Ah, el horror! ¡El horror!”.

Variación de las variaciones

Para no caer en la establecida rutina, es hora de actualizar el blog con nuevas cosas. Es por eso que hoy se inaugura una sección: Lecturas Críticas, que funcionará más que nada como un diario de lector en el cual estamparé análisis, críticas e impresiones acerca de los libros que iré leyendo.
Comenzamos nada menos que con un clásico de Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas.

martes, 8 de enero de 2008

Una visión del arte

Para dar sensación de vida, para sentir los objetos, para percibir que la piedra es piedra, existe eso que se llama arte. La finalidad del arte es dar una sensación del objeto como visión y no como reconocimiento; los procedimientos del arte son el de la singularización de los objetos, y el que consiste en oscurecer la forma, en aumentar la dificultad y la duración de la percepción. El acto de percepción es en arte un fin y debe ser prolongado.

El arte es un medio de experimentar el devenir del objeto: lo que ya está “realizado” no interesa para el arte.

V. SHKLOVSKIJ, El arte como artificio.

miércoles, 26 de diciembre de 2007

La angustia de las influencias

El polémico Harold Bloom, el último de los deconstruccionistas norteamericanos, se ha encargado de estudiar la tradición poética en lengua inglesa. Para dar cuenta de la problemática que lo obsesiona, Bloom elaboró una sofisticada teoría revisionista, de acuerdo a la cual “los poetas modernos padecen de ansiedad de influencias” o sentido de “haber llegado tarde” a la historia, lo que los inhabilita para crear, a menos que realicen un “asesinato simbólico” de sus precursores a través de una “lectura desviada” o malinterpretación.
A continuación, una breve exposición de su teoría:


Los poetas, como poetas, y en especial los poetas fuertes, vuelven a sus orígenes al final [de sus vidas], o cuando sienten la inminencia del final. Los críticos pueden estar atentos a los orígenes, o abandonarlos con desdén a los carroñeros de la erudición, los cazadores de fuentes, pero el poeta-como-poeta está desesperadamente obsesionado con los orígenes poéticos, en general a pesar de sí mismos, como la persona-como-persona se obsesiona, en última instancia, con sus orígenes personales (…)

Quiero reducir mi argumentación a su forma más simplificada: lo poemas, afirmo, no tratan de “temas” ni de “sí mismos”. Necesariamente tratan de otros poemas; un poema es una respuesta a un poema, así como un poeta es una respuesta a un poeta, o una persona a su padre. Tratar de escribir un poema proyecta al poeta a los orígenes de lo que un poema fue para él en primer lugar, y por lo tanto lo proyecta más allá del principio de placer a un encuentro inicial decisivo y a una respuesta que comenzó con él. Sólo un poeta desafía a un poeta como poeta, y así sólo un poeta hace a un poeta. Para el porta-como-poeta, un poema es siempre el otro, el precursor, y por ello un poema es siempre una persona, siempre el padre del segundo nacimiento. Para vivir, el poeta debe interpretar erróneamente (misinterpret) al padre, por este acto crucial que es el de rescribirlo.
HAROLD BLOOM, A map of misreading

martes, 20 de noviembre de 2007

El criterio del lobo (Final)

El epílogo púrpura

I
El Jefe Huyk caminaba intranquilo hacia la escena del crimen, los primero datos de los testigo parecían confirmar… la situación se estaba tornando ya una especie de pesadilla urbana, trascendía la mera catalogación de asesinatos en serie. Y todo caía sobre las maltratadas espaldas de Huyk, cómo es posible que usted no pueda resolver los casos, ya son más de… usted, Huyk, es una vergüenza para el cuerpo policial, si no hace algo le juro que… Pero ¿qué podía hacer el pobre de Huyk? Las circunstancias se le escapaban de las manos, eran como arena que se colaba por sus impotentes dedos, como arena que marcaba un plazo fijado, un reloj de arena que marcaba un tiempo específico, y que cada día se diluía más.

De pronto, esa barrera blanda de infranqueable amarillo y sólido negro se apareció frente a él. Momento de la verdad. Momento de ver la cruda realidad sin filtros, sin los espejos deformantes de la tranquilidad, sin velos optimistas: la realidad era una gran mancha de sangre, una gran mancha de sangre en el piso de un callejón que era como una garganta infinita.
– ¿Y bien? ¿Ha sido él? – preguntó Huyk al sargento Kustov. Los ojos del sargento, como dos piedras grises talladas por el agua, dos piedras grises que destilaban sequedad, miraron con cierta lástima al Jefe Huyk. Otra complicación más.
– Sin duda, Jefe. Todos los patrones se han repetido de manera exacta.
Todos los patrones. Huyk los conocía a la perfección, pero quiso recordarlos, deseó recordarlos, porque tallarían en su conciencia las injurias que él había recibido por no resolver los crímenes. Recordar los patrones le serviría como una suerte de flagelación moral, una dolorosa y crispada flagelación moral a cargo del látigo criminal.
– Bien, Jefe. Todo concuerda hasta en el más ínfimo de los detalles. La víctima, joven blanca, de entre 20 y 30 años, de buen cuerpo. Una verdadera belleza, aquí entre nos. El modus operandi es siempre el mismo: escoge algún lugar oscuro y donde nadie pueda verlo a simple vista. Como usted bien puede observar, este callejón es perfecto. Espera a que su víctima pase (probablemente está esperando durante horas), y luego la atrapa. Encontramos pronunciadas marcas en la boca: se las tapa con su mano izquierda, fuertemente para que no puedan gritar. Luego las arrastra hasta lo profundo de su “cueva”, para violarlas. Esta también fue violada, por cierto -Huyk bajó la mirada y se pasó la mano izquierda por los ojos, masajeándose luego las sienes – y, según los primeros informes, con un grado elevado de violencia. Esta es la única variación que hallamos. Tal vez le gustó demasiado -una mueca entre pervertida y graciosa se escapó del rictus de Kustov, pero después, comprendiendo lo frágil de la situación, demudó hacia la seriedad- y luego lo de siempre: la asesinó mediante la estrangulación. Además claro, de los pormenores macabros a los que nos tiene acostumbrados: el cuerpo presenta repetidas laceraciones en brazos, vientre y piernas, sobre todo en los muslos y glúteos. Y sí, antes de que lo pregunte, efectivamente responden a profundas mordidas, producidas sin dudas con saña y fiereza. Es como un animal. El seno izquierdo está hecho jirones. Y debería ver usted…
– Suficiente, Kustov. Lo que tenga que ver lo veré en su momento. A propósito, olvidó usted un dato sumamente importante: el patrón temporal.
– ¡Oh! ¡Pero claro! ¡Qué estúpido he sido! Pero no se preocupe: también concuerda. Parece que nuestro Lobo no comete errores cronológicos. La madrugada de hoy fue la primera noche de luna llena.
Entonces, qué duda quedaba ya. La luna era el factor fundamental en la serie de crímenes: cada mes, cuando se la podía ver completa, un cadáver estaría esperando en algún lado de la cuidad.

II
El Jefe Huyk miró en derredor. Los oficiales iban y venían, como hormigas vestidas de azul, caminaban presurosamente, fastidiosamente. Un fotógrafo ejecutaba tomas de la escena del crimen, y cada fogonazo del flash activaba en Huyk recuerdos poco agradables, recuerdos fragmentados de color ocre, un ocre muy cercano al color de la muerte, un ocre que parecía infringir con fuerza las barreras de la racionalidad, y en ese momento el Jefe Huyk deseó estar enterrado, deseó hallarse en la paz de la tumba para que todos esos recuerdos que zumbaban dentro de su mente con vibraciones ocres y ahora también negras y blancas, lo dejaran tranquilo, aunque sea sólo un momento; pero es que había visto ya tantos rostros de jóvenes muchachas, todas ellas bellas en grado sumo, cuya vida había sido truncada por un sádico sujeto que salía en noches de luna llena como un licántropo, como un imaginario hombre lobo (no por casualidad lo habían denominado “El Lobo”), como un cazador solitario en medio de una selva hecha de cemento y hierro, como un ser bestial que preparaba sus crímenes acaso para constituir una leyenda. Se sintió fatigado por la potencia hostigadora de sus pensamientos.

A pocos metros de él, la macha de sangre que constituía la realidad, la cruda e inextricable realidad, la mancha de sangre que le recordaba a todas las bellas muchachas cuya vida había visto truncada por un sádico, la sangre que fue matada por otra sangre, otra sangre maldita y corrompida, esa sangre acaso inocente se consolidaba ahora en un suave colchón viscoso, de coloración púrpura, con círculos negros en uno y otro lado. Círculos que parecían revelar el pecado del asesino. Círculos que no hacían otra cosa que representar la infinita sucesión de crímenes (a Huyk le parecía infinita, en efecto). Círculos que simbolizaban la cíclica repetición de las muertes. Dónde estarás, perro asesino, dónde estarás…tan sólo comete un error, UN SOLO error y te tendré en mis manos, pero claro, es muy probable que eso no suceda, porque eres un depredador solitario, y los depredadores no se permiten cometer errores, aunque quien sabe… he visto a muchos leones sufrir por la pérdida de pequeñas gacelas, humillados en sus reinos de pasto y sol ardiente…

El silencio es un excelente amigo… el silencio y la soledad…el silencio y la soledad que durarán un mes, hasta que vuelva mi ciclo…hasta que sea hora de…

Tres pasos. Esa fue la cantidad precisa que el Jefe Huyk necesitó para alejarse de la alfombrada superficie sanguinolenta que se dilataba delante de él, como un breve lago hecho de dolor. Miró hacia el cielo, límpido y esplendoroso pese a la turbiedad del ambiente urbano, miró ese cielo perfecto compuesto por la transparente materia de la irrealidad, respiró el aire espeso que le llenó los pulmones de melancolía y, mirando el cielo perfecto e irreal, vio en él una sucesiva serie de rostros muertos, instantáneas mortuorias de víctimas en las que aún hoy perduraba la humillación, rostros sobre los que se levantaba la sombra de la injusticia. Uno, dos, tres, cuatro, infinitos rostros desfilaban en el oceánico azul celestial. Cuánto tiempo más será necesario, cuánto tiempo más…


III
¿Qué secuencia entrelazada de imágenes giraba incesantemente en la mente del Jefe Huyk?
Los rostros de las víctimas, su conciencia profesional, la falibilidad de su trabajo, la justicia, la injusticia, los cuerpos mutilados hasta lo intolerable, un seno hecho jirones, un pequeño lago de sangre, mordidas de lobo, perros carniceros destrozando un cadáver, una gacela, un león, un león persiguiendo mortalmente a una gacela, el frío del aire y el frío de la piel de las occisas, el cielo refulgente que se asemeja a una gran sábana que cubre a todo el mundo, la pistola 9mm en su cintura, la posibilidad de sacar esa pistola y de apuntarla hacia un desquiciado que asesina muchachas en cada luna llena, la (¿certera? ¿humillante? ¿dolorosa? ¿frágil? ¿falaz?) posibilidad de que nunca encontrase al Lobo, los ojos inexpresivos del sargento Kustov, al que no parecía importarle en absoluto las muertes de jóvenes inocentes, los círculos negros formados por la coagulación de la sangre, la certeza absoluta de que esa sangre fue matada por otra sangre, la incerteza de qué sangre sería la que mató a la sangre que se coagulaba sobre el piso de un callejón oscuro y sucio…

¿Qué tiempo duró esa cadena de imágenes?
Unos vertiginosos siete segundos, que fueron como una vorágine hecha de virtualidades inconscientes, proyectada hacia el abismo acaso infinito de las circunvoluciones mentales.

¿Qué es lo que preocupaba al Jefe Huyk en grado sumo?
La posibilidad de jamás encontrar al asesino que lo mantenía en un jaque constante (una reina bien utilizada contra mil peones incoordinados sigue teniendo ventaja) desde hace ya no sabía cuánto tiempo.

¿Qué lo atemorizaba?
El hecho de que podía perder la partida, pues el sólo tenía mil peones pésimamente utilizados contra una reina que eclipsaba cualquier intento de ventaja ofensiva.

¿Tenía algún plan para atrapar al asesino?
No. Pero recordó de pronto al león y a la gacela. Lo único que sabía ahora era que a todo cazador se le puede presentar una carnada. En términos ajedrecísticos, el problema puede plantearse como la construcción de una celada.

¿Qué ventajas tenía con respecto al Lobo?
Muestras de imbatible ADN, la logística necesaria para poner en marcha un plan de acción, la certeza de que al Lobo le gustaban las muchachas imponentes y de que volvería a atacar. Y mil peones que podía organizar y utilizar mejor.

¿Serviría todo eso?
Tal vez sí. Tal vez no. Los arcanos de los hados son inescrutables.

IV
El Jefe Huyk volvió su mirada al mundo real, alejándose de la protección fugible del cielo y escrutó el contexto que lo circunscribía a una escena de muerte. Divisó al sargento Kustov y lo llamó con un grito de grave sonoridad. Kustov se acercó a él y se puso a sus órdenes.
– Kustov, creo que podemos llegar a esbozar un plan para atrapar a nuestro Lobo. Se me ha ocurrido algo.
– Dígame que tiene en mente, Jefe. Lo apoyaré en todo lo que usted quiera.
Kustov miró a Huyk. Huyk calló de repente. El silencio fue monótono y como distante.
– Hay que ponerle una trampa – dijo Huyk, severo.
– Ya veo. Creo que sé perfectamente qué es lo que está pensando, Jefe. – Los ojos de Kustov brillaron opacamente. Huyk suspiró largamente, y con el poco aire que le quedaba dijo:
– Habrá que planificarlo todo muy bien. El Lobo parece sumamente hábil (perro asesino, me has ganado en varias oportunidades, pero esta vez…)
– Claro que sí, Jefe. ¿Quiere que reunamos a todo el cuerpo de oficiales?
– Inmediatamente – dijo Huyk sin vacilar – El tiempo nos apremia. Tan sólo tenemos un mes.
– ¿Cree usted que funcionará?
– No lo sé, Kustov. Lo único que sé es que esta vez tenemos una oportunidad. Esta vez -Huyk cerró los ojos por un instante- será la débil gacela la que atrape al fiero león.

***

miércoles, 14 de noviembre de 2007

El criterio del lobo (2da Parte)

El ritual

I
Todavía falta para que llegue hasta él, pero ¿y si se dirige hacia otro lado? ¿Cómo saberlo? ¿Cómo estar seguro de que irá precisamente hacia la oscura figura agazapada en la negrura infinita del callejón? Él no puede saberlo con exactitud, y sin embargo lo sabe, porque siempre está el instinto: el instinto dicta lo que debe hacerse, el instinto traza las sólidas líneas del destino con una profundidad inexorable, no hay otra cosa que el instinto para alguien cómo él, alguien que es bestia y hombre al mismo tiempo, bestia y hombre encerrados en un mismo lugar, la bestia y el hombre conviviendo en el virtual espacio de una mente. El frío de la noche lacera.
…ven, vamos, ven. Sé que lo harás, sé una buena chica y ven aquí, donde yo podré purificarte, donde yo podré hendirte de purificación. Lo he hecho antes y lo haré contigo ahora. Eso es definitivo. Porque he clavado mis ojos en ti. La muchacha sigue caminando, cada paso marca una aproximación hacia instancias poco precisas, que de tan poco precisas se desfiguran en una nebulosa de incertezas; aunque hay una sola cosa, una cosa que no será modificada, una cosa que es ineludible en el mapa del destino, esa cosa será un hecho de sangre, esa cosa será el horror.

II
Lo estás haciendo muy bien, pequeña. Sigue acercándote. Vamos. Hazlo. Siempre todas lo han hecho. Siempre todas han acatado los rojos designios. Pero ¿a quién le hablo? ¿Le hablo a la escultural mujer que camina hacia mí? ¿Le hablo al par de hermosas piernas de la escultural mujer que camina hacia mí? ¿O le hablo a todas las anteriores? Y si efectivamente lo hago ¿Por qué lo hago? ¿Por qué me persiguen las sombras de las santas sacrificadas? ¿Miedo? ¿Es el miedo? ¿O es algo mucho peor? ¿Acaso el remordimiento? ¿Será el remordimiento? Imposible: en mí NO EXISTE el remordimiento, porque un animal (aunque sea un animal racional, como dijo alguien que ya no recuerdo) no puede sentir remordimiento por algo que me salvará la vida. El fiero león no siente remordimiento al matar a la inocente gacela, porque esa gacela representa la vida, la continuidad de la especie. La supervivencia justifica todo, porque la supervivencia se justifica a sí misma, se explica a sí misma. Pero busco razones arbitrarias donde posiblemente no las hay, es mejor seguir observando y esperando al instante medular… Siente el latido agudo de su corazón agolparse dentro de su cuerpo, astillando su interior con golpes repetitivos e inclusos armoniosos, siente asimismo la sangre corrompida que circula sin cesar por cada conducto venoso, esa sangre que ha bebido a otras sangres y se ha infectado de placer con otras sangres, la sangre que le quema como fuego líquido en cada ínfimo lugar, la sangre como fuego que lo excita a llevar a cabo su acción, la sangre que matará a la sangre.

La muchacha sigue avanzando, y cada vez está más cerca, cada uno de sus pasos es un latido del corazón de él, cada paso es la muerte, cada paso es la rígida sucesión de acciones que no puede evitarse, cada vez su futuro se marca más en negras manchas de sangre, manchas negras que son su sangre, esa sangre que será matada por otra sangre. La noche ha sido prefijada desde hace mucho, la luna brilla con todo su esplendor de plata turbia, la noche ha sido prefijado por la luna: ella, a su vez, activa el instinto. Noche, luna, instinto: tres vértices para un triángulo de bestialidad y muerte. Triángulo cuyo centro es uno solo: la solitaria figura agazapada en el brumoso rincón de un callejón que es una garganta oscura e infinita. Es hora…


III
…la noche, la luna, el frío, las calles solitarias, los dilatados edificios, las altas horas nocturnas, el patético trabajo, el cabello azotado por el viento, la oscuridad que perturba los pensamientos, otra vez el frío, la cuidad vacía sin cientos de personas que enajenadamente circulen por sus arterias de piedra, las pocas luces encendidas en las miles de ventanas, los faroles desganados de las aceras que parecen insultar con la opacidad de su luz, la respiración, la otra respiración, la súbita presión, la presión inesperada de una mano extraña, la presión de una mano extraña sobre su boca, la presión de una mano extraña sobre su boca que sofoca cualquier intento de pedir auxilio, la anulación de la racionalidad, el terror, el repulsivo vaho tibio de la otra respiración que cubre las orejas del frío lacerante de la noche, el brazo desconocido que se anuda a su cintura, la fuerza que inmoviliza, la fuerza que inmoviliza y a su vez la arrastra hacia la negra boca de un callejón que la tragará infinitamente hacia su tráquea de horror…

…No, no, por favor, no, no, no, por favor, NO…

Al abrigo de la luna, que como un albornoz distante los protege, caen ambos en el duro piso del callejón, la faena no tardará en llevarse a cabo. Las manos ágiles procuran cumplir con su cometido, pero antes debe realizarse la purificación. Rápidos, los dedos no vacilan en desprender y quitar el ajustado pantalón de la muchacha, recorren la vasta geografía de las bellísimas piernas con perversa suavidad, luego quitan la sedosa ropa interior para liberar la nívea piel y dejarla frágil, ante el roce excesivo del cuerpo extraño, porfavornoquieroqueestoocurraprefieromorirmeprefieromorirme, tranquila dulce princesa, lo mejor está por llegar, y luego sí, el momento terrible, el momento que no es momento, el momento en que la purificación comienza con una puñalada en ese punto inferior en el que se conjugan ahora el placer y el horror, y el comienzo de los movimientos rítmicos y sincrónicos, la sinusoide oscilación, porfavorqueestoacabeya, y el placer y el horror unidos por un punto en común, el horror como forma de placer y el placer como forma del horror, vamos, no es tan malo, es como un juego, y la férrea mano que no se desplaza de la tierna boca de la muchacha, y la boca de la muchacha que insiste en gritar vanamente, porque cada grito es ahogado por la noche, y la presión horrenda sobre el vientre, y el acto pretérito que no acaba y parece extenderse hasta una eternidad infernal e insoportable, ese acto que ella tantas veces había ejecutado y que de pronto se tornó malévolo, y la lengua viscosa de él saboreando las mejillas de ella, y el gusto lacrimal que él siente, porque ella ha soltado el llanto, con sus pequeños regueros de cristalinas lágrimas corriendo por el rostro, y el hilo de saliva espesa que fluye desde la boca lobuna, y los ojos diamantinos de él fijos en los de ella, porque desea verla humillada, porfavornoporfavornoporquéporqué, esos ojos que fijaron el sacrificio, los ojos que brillaban con el reflejo especular de la luna, ojos que eran ventanas hacia el mundo del horror, la humillación, la vejación, el miedo, la nada… ya ha sido hecho, has sido purificada, dulce princesa, ahora es tiempo de concretar mi destino, y sin saber cómo, ella siente de pronto que las manos de él la liberan, hasta con suavidad podría decirse, y la repentina sensación de que eso ha acabado, de que ha sido algo indescriptiblemente horrendo, pero que ya ha acabado, es la luz al final del túnel, la luz prístina y enceguecedora de la vidriosa y breve felicidad que se apaga paulatinamente al sentir ella ahora las garras sobre su cuello, y la presión, la presión definitiva que va in crescendo con desmedida perversidad, ohnosantoDiosporfavorqueestoacabeyanolosoporto, y luego: la falta de aire, la imposibilidad de insuflar los pulmones, el vacío interno, los espasmos involuntarios, la nubosidad que comienza a aparecer en los ojos, esa nubosidad en principio gris y que luego se torna cada vez más blanca, blanca hasta tornarse intolerable, blanca hasta brillar con la refulgencia del sol, blanca hasta incinerar las pupilas y cubrirlas de una tela negra que la proyecta hasta el comienzo de la otra vida.

martes, 13 de noviembre de 2007

El criterio del lobo (Relato propio- 1ra Parte)

El prefacio
I
Se lo ve difuso, hundido en un brumoso rincón oscuro, al abrigo de la noche. Los ojos, como dos diamantes reflectantes, brillan con la vehemencia de la luna, que a su vez se yergue en lo alto de la esfera nocturnal. El disco selenita lo conduce con su completud, rige su destino con el tesón de un verdugo: cada ciclo es un proceso que conduce hacia el vaciamiento, hacia la ruptura de los sentidos, hacia la negación de la esencia humana. Pero su mitología es implacable, lleva en su sangre la metáfora de la maldad y la perversión; aunque eso ya no le importa, hace frío, la oscuridad parece no cubrirme, pero lo importante es la paciencia. No hay nada que no ocurra si uno tiene la suficiente convicción de esperar. Esperar es la clave. Esperar hasta que la presa se mueva, salga de su cueva de cemento, esas cuevas que niegan el principio del escondite y se elevan hasta el cielo. Esperar…esperar…

El callejón parece una garganta infinita, que conduce hacia ningún lugar. Él está quieto, imperceptiblemente quieto, tan quieto que parece no estar allí, tan quieto como una piedra, quieto como un inerte cadáver, sumamente quieto, está quieto hasta detener el propio tiempo. QUIETO.
No mueve un solo músculo. Ni uno de esos fuertes y malditos músculos, músculos que no son otra cosa que odio y furia. Afuera de su realidad, afuera de ese contexto de inmovilidad y espera paciente que lo convierte en una montaña orgánica, la ciudad se mueve con frenética lentitud, esa muchacha parece apetecible, es hermosa, tan sólo su cabello es de oro…sería una lástima… pero no. En mí NO EXISTE la lástima: soy un animal, y como tal debo responder a mis instintos. El instinto es la vía de la supervivencia, la supervivencia justifica el instinto. Soy un animal, pero… ¿lo animales razonan como yo lo hago? ¿Razonan los animales? ¿Piensan los animales? ¿Sienten, perciben, reciben la amalgama de sensaciones que este mundo provee? No recuerdo quién lo dijo, pero el hombre es también un animal: un animal racional. La muchacha ya se ha ido. He perdido una oportunidad, pero pensándolo bien (¿piensan, sienten los animales?) no era conveniente: necesito algo más… suculento. He hecho bien en dejarla ir.
En su universo de quietud, los pensamientos se encadenan la con la velocidad de lo inefable: su naturaleza es un castigo ¿Es un castigo? Sólo él lo sabe ¿Lo sabe? ¿Lo sabe en realidad? ¿Sabe acaso que él es eso? ¿Sabe que la metamorfosis lo convierte en eso? ¿O vive en una ignorancia abismal, tan insondable como los inicios de su condición? Hay demasiadas preguntas y demasiadas pocas respuestas. El misterio es simplemente eso: preguntas que carecen de contestación. Su vida es un continuo misterio, un misterio negro, putrefacto a fuerza del pecado, un misterio negro y putrefacto que lacera el espíritu, un misterio negro y putrefacto que lacera el espíritu con el ardor punitivo de una infección, la infección moral que lo carcome con días y noches y meses y lunas y muertes.
…nada más que silencio, el silencio perpetuo de una fúnebre convicción: hay que sobrevivir, la supervivencia rige ante todo: instinto y supervivencia ¿Hay alguna diferencia entre esos términos? ¿Hay diferencia entre seguir el instinto de la violencia y sobrevivir? ¿Sobrevivir depende del instinto? Estar tan quieto me obliga a pensar estas cosas, estas cosas que no me alimentan, que no me dan calor: cosas que no me alimentan ni me dan calor, ¿Sirven para algo entonces? ¿Sirven para sobrevivir? Le es imposible responder, porque una pregunta genera una respuesta, y la respuesta genera otra pregunta, y esa pregunta genera otra respuesta que a su vez genera otra pregunta más, y las preguntas y respuestas se eslabonan ipso facto en una dialéctica circular tan vasta que roza lo infinito, el círculo de preguntas y respuestas se agranda cada vez más, no tiene comienzo ni tampoco fin. Y mientras se generan más preguntas y más respuestas el tiempo perceptible se quiebra en pedazos dentro de su mente, como astillas invisibles que rasgan, lastiman, desgarran el pensamiento. La eternidad es insoportable.

II
¿Cuántas noches deberán pasar hasta que la sed de sangre se sacie de una vez y para siempre? ¿Cuántas noches deberán transcurrir en el camino de la soledad para que la sed, la terrible sed, esa sed que no perdona, la sed que conduce por senderos inextricables hacia el pecado mayor, la sed que nunca se acaba por fin se acabe?

III
De pronto, en la noche vaporosa y de frío sofocante, la ve venir. Es alta, de buena complexión, con un rostro de Venus que bordea la perfección formal. Y las piernas, sobre todo las piernas, esas piernas fornidas pero estéticas y como torneadas por el más hábil de los artesanos, piernas que no son de este mundo, piernas que son el más bello de los alimentos para unos ojos diamantinos que las observan con rigor, con invariable deseo.
Perfecto.
Prepara minuciosamente, dentro de su cosmos de estática quietud, aquella quietud que mantiene desde ya no sabe cuánto, la quietud que lo mortifica y lo entumece, en esa quietud eterna prepara el sangriento plan de acción. Plan que seguirá como tantas veces lo ha hecho, tantas veces…
Perfecto. Simplemente perfecto.