Hay que cuidarse de la aparente, vidriosa, sencillez de la prosa kafkiana, de su despojamiento, de su distanciada frialdad. Su estilo es, prácticamente, no tener estilo, no dejar marcas textuales que puedan revelar una individualidad. Kafka apunta a neutralizar el lenguaje, a manipular las palabras de manera inorgánica. Y nada hay de inocente en ello, porque todo texto crea su sentido, también, en base a la forma. La máquina formal de Kafka remite a un universo impersonal, objetivo, alejado, casi como si el narrador fuera un diseccionador de lo humano, un anatomista de la realidad, un ente externo que observa el absurdo y escribe su informe de la situación. Informe, ente, objetividad, absurdo: cuatro términos que, conjugados entre sí, nos revelan que la prosa de Kafka es la prosa anónima de lo que supera al individuo. La prosa burocrática y cristalina cuya transparencia da cuenta de la absurdidad del mundo, a través de la cual todo se pospone hacia el infinito, a través de la cual el hombre es incapaz de comprender los hechos que lo rodean. Delante, entonces, en la superficie, el texto, la masa de palabras. Detrás, en lo profundo, la conciencia innominada y omnisciente de lo plural e innominado.
jueves, 12 de febrero de 2009
martes, 13 de enero de 2009
Una visión de la muerte
Está, por decirlo así, ahí, exactamente frente a él, erguida en una ostensible, comprobable facticidad que, sin embargo, puede, o no, ser también un engaño, ha encarnado, de pronto, en el liviano cuerpo que, se presupone, es la esencia del umbroso país del que, por acción de algún arte secreto, ha venido para estar justo frente a él y, por ahora, en este instante, de eso estamos seguros, ante nadie más. Con objetividad, no puede decirse que sea hombre o mujer: la decadente mirada ha sido borrada por la eternidad; el rostro, enjuto, con la piel como adherida a la osificada faz, demuestra una gravedad andrógina, cuya clasificación genérica está por fuera de toda taxonomía y, acaso, eso convenga, por su teatralidad, a la seriedad de la escena que estamos viendo. El vestido, o traje, o abstracta vestimenta, según como queramos llamarlo, de acuerdo a la indescifrable cualidad que antes mencionamos, se eleva como flotando en un hálito imposible, es arremetido por un denso, calamitoso viento oracular que, sumado a la característica de vaporosa naturaleza que posee la prenda, la hace danzar estáticamente en un arremolinamiento general. Sobre la cabeza, cubriendo parte de la frente, un retazo de tela que le otorga un aura de compleja oscuridad. En la mano izquierda, cayendo hacia el suelo, si es que hay un suelo hacia el cual caer, o proyectándose, más bien, una hoz milenaria, segmentada luna de plata, se extiende como una orgánica prolongación de su ser, herramienta de trabajo fatal, lacerante cuchillo de la vida, alterador del orden vital que fue, o será, usado para, con toda la frialdad que le corresponde, segar el hilo de la existencia. Él la mira, o lo mira, y ella o él está mirándolo a él, pero como perdidamente y de modo oblicuo, con los ojos sumidos en una vaguedad abisal y abominable, un hundimiento cavernoso que viene como a simbolizar la nada, o el todo, depende de cómo se lo interprete. Él la mira, o lo mira, y de pronto la imagen lo subyuga, la tensa quietud del ser se dilata en una perturbadora concreción que altera, o modifica, el sentido del mundo, porque una cosa es imaginarla, o imaginarlo, haciendo un ponderado y legítimo uso de la creatividad y la imaginación, diseñando mentalmente la representación que le dé vida, de alguna u otra manera, pero ahora nada hay que hacer, porque ella, o él, está ahí, expectante, como esperando, lejano e indeterminado, el sonido del tiempo que acaso nunca llegará. Él la mira, o lo mira, y trata de entenderla, o entenderlo, según se ha dicho. No lo logra, pues ella, o él, está más allá de cualquier entendimiento humano, está plus ultra de cualquier aprehensión interpretativa, a pesar de que es, en apariencia, humana su esencia, o sustancia, de acuerdo a una postura, si se quiere, aristotélica, y humana su forma, notable paridad ésta entre forma y fondo, que, sin embargo, se aniquila cuando conocemos, o pretendemos conocer, su ultraterrena naturaleza. Decir ultraterrena es entrar en el universo de lo puramente especulativo, de lo escatológico -y, entiéndase bien, este concepto lo utilizamos según la vertiente griega que significa estudio de lo último- o si se prefiere, es salir, eso depende de la perspectiva, del campo de lo real, que ni siquiera sabemos bien qué constituye. De todas maneras, sí sabemos qué no es, que no pertenece, a este mundo, sino a cualquier otro de los que componen esta estructura infinita y multifacética que llamamos universo. Lo importante, sin embargo, es que está frente a él, que lo mira, aunque sea lateralmente, y que, sea lo que sea, es maravilloso y terrible al mismo tiempo, como un secreto milagro atroz. No se mueve, no puede moverse. Ella, o él, está ahí, de modo muy estático, en la incontrovertible parálisis del tiempo. Está, ella o él, ahí, en la quietud del papel. Él, con pesada convicción, cierra el antiguo libro, y las páginas, oxidadas por los años, se clausuran sobre si mismas con un tosco, sordo, quejido seco.
Mañana, si tiene tiempo, volverá a echarle otra mirada al grabado.
Mañana, si tiene tiempo, volverá a echarle otra mirada al grabado.
viernes, 19 de diciembre de 2008
Magister dixit
No es común que suela utilizar este blog como vehículo de expresión de experiencias personales, pero hoy sí. Y no es por arbitrariedad, sino porque creo que las circunstancias lo ameritan: hoy, exactamente hoy, me he graduado como Profesor de Lengua y Literatura, luego de haber rendido mi último examen final. Tras cuatro años de estudio, de lecturas, de aprendizaje continuo, he podido arribar al provisorio fin que me ayudará a empender nuevos caminos: es el fin que actúa como inicio para una etapa posterior. Ha habido esfuerzo, han habido contratiempos y dificultades y han habido, sobre todo, grandes recompensas: experiencias que nos forman para la vida.
Un largo tiempo de estudio requiere que se lo sintetice en pocos instantes, así que evitaré dilatar más este texto para aseverar, finalmente, que hoy, es el comienzo de algo nuevo.
Un largo tiempo de estudio requiere que se lo sintetice en pocos instantes, así que evitaré dilatar más este texto para aseverar, finalmente, que hoy, es el comienzo de algo nuevo.
lunes, 15 de diciembre de 2008
De los videojuegos y su sensible vinculación con lo literario
Acortando las distancias, borrando los límites y estableciendo relaciones de variada índole, se pueden llegar a descubrir fenómenos sumamente interesantes. Como el que nos ocupa ahora: los videojuegos en su estrecha relación con la literatura. Y no, no hemos perdido, en absoluto, el juicio. Lo que hay que tratar por todos los medios es evitar caer en el simplismo absurdo de los prejuicios, oscuras zonas donde las falsas creencias tienen sus más vastos territorios.
Tradicionalmente se ha comparado a los videojuegos con el cine, por su similitud representacional: aquí, por traslación y ampliación, queremos llegar un poco más lejos. Quien llegue a decir que videojuegos y literatura son dos entes culturales que no pueden compararse, sustentándose en una argumentación basada en una alejada axiología, está cayendo en un reduccionismo cuya máxima limitación reside en la ignorancia. Lo que se ponen en juego aquí son subjetividades, apreciaciones valorativas tan diversas como personas hay, pero apenas uno establece una metodología de análisis que rehuya un poco a la subjetividad, y que permita vislumbrar los componentes estructurales esenciales de los objetos, las diferencias o pueden hacerse más notorias, o, por el contrario, se diluyen.
Así que realizando una muy improvisada epojé, tratemos de considerar los puntos en contacto de nuestros objetos de análisis. ¿Qué hacen tanto los videojuegos, como las obras literarias? Y que no se diga entretener, porque ese es el nivel más superficial de percepción. Creo que la respuesta más sensata a esto es: cuentan una historia. Varían los códigos, los métodos de representación (icónico uno, verbal la otra) pero en esencia ejecutan una narración. Hay, en ambos, personajes, hay diálogos, hay escenas, hay acciones y consecuencias. Los videojuegos (los buenos videojuegos) se atienen a estructuras narrativas clásicas, que la narratología ha definido: tienen un principio, conllevan una complicación y se resuelve todo, si la destreza del jugador lo permite, en un final. La literatura (al menos en su vertiente clásica) también se atiene a ese modelo, y aunque muchas las obras modernas den por tierra las estructuras de la narración, siempre lo hacen violentando estos principios.
Por otro lado, los videojuegos proponen la intervención interactiva del jugador, que debe «leer» los indicios que el juego propone para así construir su estrategia de juego y alcanzar la tan ponderada victoria. Ninguna o poca diferencia con la literatura, en tanto que la literatura es literatura mientras haya alguien que la lea: el lector es un componente sumamente activo en el proceso de lectura, que constituye una actividad cognitiva sumamente compleja, y mientras va siendo guiado por el texto, va seleccionando sus estrategias de lectura, que le permitirán arribar a una interpretación de la obra. Sólo que, en este caso, el de la literatura, el final –el final victorioso– no se resuelve en la finalización de la lectura, en la clausura a nivel físico (la última palabra de la última página) sino que acaba cuando el lector, una vez de haber relevado los índices significantes, ha construido un sentido particular del texto. Otra coincidencia con los videojuegos: sólo el jugador hábil, el que ya ha jugado mucho, puede lograr ganar; así como sólo el lector preparado, el que arrastra un gran caudal de lecturas, puede construir un sentido.
Creo que el análisis ha sido más que elocuente: las similitudes son muchas más que las diferencias, y eso nos basta para derribar los lugares comunes que asedian, a toda hora, nuestras inteligencias.
Tradicionalmente se ha comparado a los videojuegos con el cine, por su similitud representacional: aquí, por traslación y ampliación, queremos llegar un poco más lejos. Quien llegue a decir que videojuegos y literatura son dos entes culturales que no pueden compararse, sustentándose en una argumentación basada en una alejada axiología, está cayendo en un reduccionismo cuya máxima limitación reside en la ignorancia. Lo que se ponen en juego aquí son subjetividades, apreciaciones valorativas tan diversas como personas hay, pero apenas uno establece una metodología de análisis que rehuya un poco a la subjetividad, y que permita vislumbrar los componentes estructurales esenciales de los objetos, las diferencias o pueden hacerse más notorias, o, por el contrario, se diluyen.
Así que realizando una muy improvisada epojé, tratemos de considerar los puntos en contacto de nuestros objetos de análisis. ¿Qué hacen tanto los videojuegos, como las obras literarias? Y que no se diga entretener, porque ese es el nivel más superficial de percepción. Creo que la respuesta más sensata a esto es: cuentan una historia. Varían los códigos, los métodos de representación (icónico uno, verbal la otra) pero en esencia ejecutan una narración. Hay, en ambos, personajes, hay diálogos, hay escenas, hay acciones y consecuencias. Los videojuegos (los buenos videojuegos) se atienen a estructuras narrativas clásicas, que la narratología ha definido: tienen un principio, conllevan una complicación y se resuelve todo, si la destreza del jugador lo permite, en un final. La literatura (al menos en su vertiente clásica) también se atiene a ese modelo, y aunque muchas las obras modernas den por tierra las estructuras de la narración, siempre lo hacen violentando estos principios.
Por otro lado, los videojuegos proponen la intervención interactiva del jugador, que debe «leer» los indicios que el juego propone para así construir su estrategia de juego y alcanzar la tan ponderada victoria. Ninguna o poca diferencia con la literatura, en tanto que la literatura es literatura mientras haya alguien que la lea: el lector es un componente sumamente activo en el proceso de lectura, que constituye una actividad cognitiva sumamente compleja, y mientras va siendo guiado por el texto, va seleccionando sus estrategias de lectura, que le permitirán arribar a una interpretación de la obra. Sólo que, en este caso, el de la literatura, el final –el final victorioso– no se resuelve en la finalización de la lectura, en la clausura a nivel físico (la última palabra de la última página) sino que acaba cuando el lector, una vez de haber relevado los índices significantes, ha construido un sentido particular del texto. Otra coincidencia con los videojuegos: sólo el jugador hábil, el que ya ha jugado mucho, puede lograr ganar; así como sólo el lector preparado, el que arrastra un gran caudal de lecturas, puede construir un sentido.
Creo que el análisis ha sido más que elocuente: las similitudes son muchas más que las diferencias, y eso nos basta para derribar los lugares comunes que asedian, a toda hora, nuestras inteligencias.
***
Un último pedido: ya que las empresas productoras de videojuegos han adaptado muchas historias cinematográficas, resultaría estimulante para quienes disfrutamos de los videojuegos y de la literatura, que adapten grandes obras literarias. Ejemplos a tener en cuenta: la Ilíada, en su vertiente de guerra troyana, en versión de juego de estrategia; la Odisea como un RPG, y así.
Culpa y remordimiento en Macbeth
El tema de la culpa y el remordimiento tiene, en la obra Macbeth de William Shakespeare, acaso uno de sus más ilustres representantes literarios. En ella se vislumbra la fuerza del poeta para crear personajes conflictuados con las decisiones que deben tomar y las consecuencias –nefastas, en este caso– que se derivan de ellas.
La historia es bien conocida. Macbeth, guerrero de la corte del rey Duncan, se ha encontrado con las tres hermanas fatídicas, las Parcas, que le revelan un futuro promisorio: él será rey. Macbeth, perplejo al principio, es cubierto, de repente, por la sombra de un pensamiento oscuro: para ser rey, primero debe matar al rey actual «Mi pensamiento, que me hace ver una imagen de asesinato, me hace conmover de tal modo, que todos mis actos están bajo la acción de sombríos recelos» (Acto I, esc. III). Macbeth, entonces, le comunicará a su esposa a través de una carta, las nuevas que ha recibido. Lady Macbeth, que no tarda un solo instante en decidir qué es lo que se debe hacer, le ahorrará a su esposo el trabajo de concebir un plan homicida y a partir de allí se convertirá en la herramienta que usa el mal para ejercer la instigación. Influido y presionado por su mujer, Macbeth cometerá el asesinato del rey Duncan.
Este asesinato es de importancia capital para el desarrollo de la obra, y más aún, para la evolución psicológica de los personajes que hemos venido tratando. En efecto, la muerte de Duncan funciona como una suerte de bisagra argumental a través de la cual se articula el drama y mediante la cual, también, las personalidades de los personajes efectuarán un movimiento pivotante y cristalizarán en un esquema que podríamos catalogar como de «simetría cruzada».
La historia es bien conocida. Macbeth, guerrero de la corte del rey Duncan, se ha encontrado con las tres hermanas fatídicas, las Parcas, que le revelan un futuro promisorio: él será rey. Macbeth, perplejo al principio, es cubierto, de repente, por la sombra de un pensamiento oscuro: para ser rey, primero debe matar al rey actual «Mi pensamiento, que me hace ver una imagen de asesinato, me hace conmover de tal modo, que todos mis actos están bajo la acción de sombríos recelos» (Acto I, esc. III). Macbeth, entonces, le comunicará a su esposa a través de una carta, las nuevas que ha recibido. Lady Macbeth, que no tarda un solo instante en decidir qué es lo que se debe hacer, le ahorrará a su esposo el trabajo de concebir un plan homicida y a partir de allí se convertirá en la herramienta que usa el mal para ejercer la instigación. Influido y presionado por su mujer, Macbeth cometerá el asesinato del rey Duncan.
Este asesinato es de importancia capital para el desarrollo de la obra, y más aún, para la evolución psicológica de los personajes que hemos venido tratando. En efecto, la muerte de Duncan funciona como una suerte de bisagra argumental a través de la cual se articula el drama y mediante la cual, también, las personalidades de los personajes efectuarán un movimiento pivotante y cristalizarán en un esquema que podríamos catalogar como de «simetría cruzada».
Expliquemos esto más claramente: Macbeth, guerrero valiente en la batalla, se siente asediado por la culpa antes de matar a su rey, tan sólo la posibilidad de hacerlo ya lo preocupa moralmente, pues sabe que ese acto supone la más alta traición y desde allí no hay retorno. Se muestra entonces inseguro, dubitativo, con poca decisión frente a las circunstancias y frente a la férrea instigación de su esposa, que lo guía hacia el asesinato. En el monólogo de la escena VII, esto se ve más que patentemente: Macbeth hace un recuento de todos los motivos por los cuales no debe matar a Duncan. Se lo dirá a Lady Macbeth y esta lo injuriará catalogándolo de débil y de poco hombre. Accede finalmente a matar, pero luego de asesinar a Duncan, algo sucede: Macbeth cambia, se trasmuta moralmente. Ya no existe la culpa en él, todo lo contrario, ésta se va diluyendo hasta ser eclipsada totalmente por la codicia desbordante que lo corroe, se torna despótico, insensible, cae en el foso de la enajenación donde lo único importante es tener acceso a más poder, cree ser divinamente invencible y no derramará una sola lágrima en el momento en que su mujer se suicide.
Lady Macbeth, como una imagen especular de su marido, antes fría, calculadora y manipuladora, con características más bien masculinas, virará diametralmente hacia el embargo espiritual que supone el sentimiento de la culpa, metaforizado por Shakespeare en la imagen onírica que Lady Macbeth construye cada noche, sin descanso: sus manos están cubiertas por una sangre inmanente que no se lavará con ningún agua del mundo, porque es el símbolo del remordimiento (Dice Lady Macbeth, Acto V, esc. I: «¡Vete, mancha maldita! ¿No se lavarán nunca mis manos? ¡Siempre el hedor de la sangre!»). Esto la llevará de modo inapelable hacia la locura, que desembocará en el trágico final del suicidio.
Podríamos esquematizar las personalidades de los personajes así:

Así, en esta historia de trasmutaciones de la personalidad, Shakespeare nos demuestra, finalmente, la volubilidad del espíritu humano.
viernes, 5 de diciembre de 2008
La música de la memoria

Juan José Saer
Novela. 240 pág.
Seix Barral. 2005
La novela Glosa, de Juan José Saer, muestra las principales pautas estéticas que este escritor ha sabido esgrimir con deslumbrante pericia.
En su conocido ensayo «El arte como artificio», el formalista ruso V. Shklovski afirma que «la finalidad del arte es dar un sensación del objeto como visión y no como reconocimiento: los procedimientos del arte son el de la singularización de los objetos (…) el del aumento de la duración de la percepción». Pese a que pueden manifestarse diversas opiniones sobre este axioma, lo cierto es que es perfectamente aplicable a la obra que hoy nos ocupa: Glosa (publicada en 1983), del narrador argentino Juan José Saer. Y lo decimos porque la prosa de este autor, ciertamente uno de los más importantes dentro de la literatura argentina, deslumbra por su composición, por su ritmo sostenido y por lo preciso de sus frases. El argumento, como suele ser costumbre en Saer es mínimo: Ángel Leto y el Matemático, dos amigos, se encuentran en la calle y a lo largo de veintiún cuadras entablan un diálogo en el que intentarán reconstruir la fiesta de cumpleaños del poeta Washington Noriega, a la que ninguno de los dos ha asistido pero de la cual, sin embargo, tienen noticias por medio de terceros. Con esta sencilla trama, Saer despliega todo su genio narrativo para transformar esa anécdota y expandirla en una novela de más de doscientas páginas, fragmentando así la conversación entre Leto y el Matemático, gracias a dos métodos: primero, la narración descriptiva-objetivista, en la cual las situaciones y acciones cotidianas son desmenuzadas hasta sus componentes más básicos, una total deconstrucción que nos muestra lo inaudito y enrevesado de la realidad que nos envuelve, sus ambigüedades y sobre todo, lo precario de nuestras herramientas perceptivas para aprehenderla en su completad; en segundo lugar, Saer inserta abruptamente dentro de la trama principal largos raccontos, que suelen surgir en forma de recuerdos de los personajes y nos muestran sus vidas y la complejidad de lo cotidiano, y aún, el autor se anima a proyectarse hacia el futuro, donde sabremos qué les espera a cada uno. Asimismo, la exégesis del cumpleaños del poeta, punto primordial en la novela, se va desplegando paulatina pero permanentemente, basada en una reconstrucción provista por la memoria. Se ve, entonces, la relatividad de los hechos, y como pueden ser modificados por las sucesivas subjetividades que dan cuenta de ellos. Estos elementos se encargan de dilatar el tiempo narrativo hasta lo impensable y vienen a resignificarse con el título de la novela: en efecto, el narrador va glosando todo lo que narra, de modo puntual y detallado.
La voz narrativa de la novela es la de un ser innominado, en primera persona, que nunca duda en demostrarnos todas sus dudas y complicaciones al momento de escribir su historia, mediante un ponderado conocimiento del ritmo del relato oral que a su vez, tiene soporte escrito. Saer posee un completo dominio del lenguaje, sus frases pueden pasar de la más coloquial hasta lo incomprensible de la dialéctica filosófica, situación ésta que no es infrecuente en la obra: el narrador quiere llegar a la esencia de las cosas, y para ello no dudará en desarmar la realidad y tratar de explicarla, aunque sea, o precisamente por ello, de modo confuso. La precisión léxica es envidiable y el regusto de sus construcciones se saborea, queda en la memoria del lector, tanto como los cíclicos personajes saerianos, su complejo estilo y lo tremendamente divertido de sus ideas, dejando una impronta que lo acompañará para nunca más dejarlo. Eso, y mucho más, es Saer.
La voz narrativa de la novela es la de un ser innominado, en primera persona, que nunca duda en demostrarnos todas sus dudas y complicaciones al momento de escribir su historia, mediante un ponderado conocimiento del ritmo del relato oral que a su vez, tiene soporte escrito. Saer posee un completo dominio del lenguaje, sus frases pueden pasar de la más coloquial hasta lo incomprensible de la dialéctica filosófica, situación ésta que no es infrecuente en la obra: el narrador quiere llegar a la esencia de las cosas, y para ello no dudará en desarmar la realidad y tratar de explicarla, aunque sea, o precisamente por ello, de modo confuso. La precisión léxica es envidiable y el regusto de sus construcciones se saborea, queda en la memoria del lector, tanto como los cíclicos personajes saerianos, su complejo estilo y lo tremendamente divertido de sus ideas, dejando una impronta que lo acompañará para nunca más dejarlo. Eso, y mucho más, es Saer.

Fragmento:
«Muchos años más tarde sabrá, gracias a evidencias sucesivas, que lo que otros llaman el alma humana nunca tuvo ni tendrá lo que otros llaman esencia o fondo; que lo que otros llaman carácter, estilo, personalidad no son otra cosa que repeticiones irrazonables acerca de cuya naturaleza el propio sujeto que es el terreno en que se manifiestan es quien está más en ayunas, y que lo que otros llaman vida es una serie de reconocimientos a posteriori de los lugares en que una deriva ciega, incomprensible y sin fin va depositando, a pesar de sí mismos, a los individuos eminentes que después de haber sido arrastrados por ella se ponen a elaborar sistemas que pretenden explicarla, pero por ahora, cuando recién acaba de cumplir veinte años, cree todavía que los problemas tienen solución, las situaciones desenlace, los individuos caracteres y los actos sentido».
lunes, 1 de diciembre de 2008
lunes, 3 de noviembre de 2008
El doble - Heinrich Heine
Der Doppelgänger
Still ist Nacht, es rahen die Gassen,
In diesem Hause wohnte mein Schatz;
Sie hat schon längst die Stadt verlassen,
Doch steht noch das Haus auf demselben platz.
Da steh auch ein Mensch und starrt un die höhe,
Und ringt die Hände vor Schmerzensgewalt;
Mir graust es, wenn ich sein Antlutz sehe-
Der Mond zeigt mir meine eigne Gestalt.
Du Doppelgänger, du bleicher Geselle!
Was äffst du nach mein Liebsleid,
Das mich gequält auf dieser Stelle
So manche Nach, in alter Zeir?
El Doble
La noche es silenciosa, reposan las calles,
En esta casa vivía mi amor.
Ella abandono hace tiempo la ciudad.
Mas la casa permanece en el mismo lugar.
También hay allí un hombre que levanta la mirada
Y retuerce sus manos, angustiado;
Me horrorizo al ver su rostro:
La luna me muestra mi propia faz.
Tú, mi doble, tú, pálido camarada,
¿por qué remedas las penas de amor
Que en este sitio padecí
Tantas noches, en otro tiempo?
Still ist Nacht, es rahen die Gassen,
In diesem Hause wohnte mein Schatz;
Sie hat schon längst die Stadt verlassen,
Doch steht noch das Haus auf demselben platz.
Da steh auch ein Mensch und starrt un die höhe,
Und ringt die Hände vor Schmerzensgewalt;
Mir graust es, wenn ich sein Antlutz sehe-
Der Mond zeigt mir meine eigne Gestalt.
Du Doppelgänger, du bleicher Geselle!
Was äffst du nach mein Liebsleid,
Das mich gequält auf dieser Stelle
So manche Nach, in alter Zeir?
El Doble
La noche es silenciosa, reposan las calles,
En esta casa vivía mi amor.
Ella abandono hace tiempo la ciudad.
Mas la casa permanece en el mismo lugar.
También hay allí un hombre que levanta la mirada
Y retuerce sus manos, angustiado;
Me horrorizo al ver su rostro:
La luna me muestra mi propia faz.
Tú, mi doble, tú, pálido camarada,
¿por qué remedas las penas de amor
Que en este sitio padecí
Tantas noches, en otro tiempo?
lunes, 6 de octubre de 2008
Palabra de autor
Si el hombre es formado por las circunstancias, entonces, es necesario formar las circunstancias humanamente.
K.MARX y F. ENGELS
La Sagrada Familia
La Sagrada Familia
lunes, 1 de septiembre de 2008
Jesús y su revolución
Una perspectiva diferente de Jesús, humana y casi violenta, se descubre en “El evangelio según Van Hutten” de Abelardo Castillo.
Abelardo Castillo es uno de los más reconocidos escritores argentinos, por sus novelas y acaso más por sus cuentos. Nosotros nos ocuparemos ahora del primer grupo, al que corresponde El evangelio según Van Hutten. El argumento de la obra, brevemente, discurre en el paisaje cordobés de La Cumbrecita, aislado lugar turístico alejado del mundanal ruido y con cierta aura secreta. Hacia allí va el innominado narrador de la novela, profesor de historia medieval ya casi cincuentón que busca rodearse de tranquilidad para recomponer su vida. Allí descubrirá que vive el profesor Van Hutten, famoso arqueólogo, quien después de una misteriosa aparición, decide contarle al historiador, noche tras noche, la crónica de un descubrimiento portentoso, que puede modificar las raíces del cristianismo: un evangelio antiquísimo, que revelaría la faz más humana de Jesús: sus ansias de una revolución y de “encender fuego el mundo”.
Castillo elige para su contar su historia un narrador en primera persona que, sin embargo, dista de ser el personaje principal (de hecho ni siquiera tiene un nombre): este puesto merece al memorable Van Hutten y a su peculiar personalidad, que resalta entre unas cuantas personalidades peculiares. A través de esa voz, dubitativa por momentos e incluso censora (hay cosas que insinúa y no dice, de hecho muchos sucesos quedan ocultos y librados a la imaginación del lector), le debemos las poéticas descripciones del entorno natural, que se realza en los ojos de un citadino y nos lo transmite con pasión literaria. El verosímil se sostiene en todo momento, y el relato enmarcado de los ficticios evangelios perdidos nos parece tan cierto como el encuentro sexual entre el narrador y Chistiane, eso sea acaso porque en ningún momento se nos oculta que se está escribiendo un libro, por los cual las digresiones meta-escrituarias suelen aparecer, rectificando o modificando cosas ya dichas, realzada esta situación por el hecho de que la escritura del texto no es inmediata a los acontecimientos, sino una reconstrucción muy posterior y basada en la memoria, que, como sabemos, hace mutar a las cosas. Otro punto a favor es el uso del lenguaje, rico, preciso pero no necesariamente complicado: las palabras arrojan luz sobre los hechos, aunque sea una luz parcial.
Para concluir, resta agregar que esta es una muy entretenida (y profunda: los diálogos rebosan de sutilidad e inteligencia) novela de ideas, que aporta desde sus páginas otro matiz más a la ya larga hermenéutica ficcional que se ha erguido a torno a la figura del Jesús histórico.

Castillo elige para su contar su historia un narrador en primera persona que, sin embargo, dista de ser el personaje principal (de hecho ni siquiera tiene un nombre): este puesto merece al memorable Van Hutten y a su peculiar personalidad, que resalta entre unas cuantas personalidades peculiares. A través de esa voz, dubitativa por momentos e incluso censora (hay cosas que insinúa y no dice, de hecho muchos sucesos quedan ocultos y librados a la imaginación del lector), le debemos las poéticas descripciones del entorno natural, que se realza en los ojos de un citadino y nos lo transmite con pasión literaria. El verosímil se sostiene en todo momento, y el relato enmarcado de los ficticios evangelios perdidos nos parece tan cierto como el encuentro sexual entre el narrador y Chistiane, eso sea acaso porque en ningún momento se nos oculta que se está escribiendo un libro, por los cual las digresiones meta-escrituarias suelen aparecer, rectificando o modificando cosas ya dichas, realzada esta situación por el hecho de que la escritura del texto no es inmediata a los acontecimientos, sino una reconstrucción muy posterior y basada en la memoria, que, como sabemos, hace mutar a las cosas. Otro punto a favor es el uso del lenguaje, rico, preciso pero no necesariamente complicado: las palabras arrojan luz sobre los hechos, aunque sea una luz parcial.

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